La sirena (El Santander de toda la vida en 3D)

La veo llegar. Siempre la encuentro yendo o viniendo del mar. “¿Qué has cogido hoy,
Pilar?”. Me sonríe, fuerza el paso de su pequeño y enjuto cuerpo y me alcanza; seguimos
juntas el camino, en la primera bajada cerca del barrio, me enseña el caldero. Se le dibujan
mil sonrisas saltarinas entre sus pecas y finas arruguillas al enseñarme sus trofeos:
mejillones, cámbaros vivos y, sus ojos verdes chisporrotean al sacar el pulpo. Cogidos
todos en las rocas de las playas del Sardinero, a donde va siempre que la deja el viento.
No soporta bien ninguno, cuando arrecian fuerte: ni el nordeste ni el sur. Este último, el
peor: le reseca la piel, a tramos cubierta por gruesas capas de escamas de una soriasis
pertinaz, que empeora al comer cosas saladas, que le encantan. Pero el agua de mar, no;
esa le sienta muy bien: la hidrata y la salinidad desincrusta las escamas de esta sirena.

Me mira y se sonroja a sabiendas de lo que estoy pensando, aunque nada le digo. “¿Quién
se va a comer esos manjares?”. “Son para mi nieta Rocío, que viene a comer todos los
días”, -me dice rápida y resuelta-. “Está terminando en la facultad para ser capitana de
barco”. “¿Sigue con la piragua?”. “Sí, casi todos los días cruza la bahía”; nos sonreímos
orgullosas.

Le pregunto lo que alguna otra vez me contó de pasada, esperando más detalles que no
obtengo: cuando trabajaba de niña en el balneario de la primera playa del Sardinero, en
el fin de siecle de los baños de ola. “Cocíamos las algas y las echábamos en las bañeras;
las mujeres se metían media hora o así, y luego, al salir, las cubríamos con sábanas”. Me
lo dice gesticulando como si con ello me añadiera más información. Me sigue resultando
fascinante comprobar cómo resume lo esencial de aquella talasoterapia, hoy sofisticada,
del spa. - ¿Y, quienes eran esas señoras que se bañaban Pilar?,- las que venían en los
barcos grandes, o a veranear, de alta alcurnia. La mayoría venían con la familia y
alquilaban las casas grandes del Sardinero, o las que menos, se quedaban en los hoteles.
Casada con un soldador vasco de los antiguos astilleros, Pilar, poco más, cuenta; es una
mar de silencios.

Estamos ya, en frente de su casuca, nos encontramos a su hija Maria que regresa del
trabajo como enfermera en el hospital de Valdecilla. Le pregunto cómo va lo de la casa;
me dice que aguantando de mala manera. Se ha quedado en un impase, a pesar de no
habérsela derruido, tal y como se pretendía en el plan urbanístico luego derogado. “Ese
que casi le cuesta la cabeza al alcalde y, ya ves, hoy ministro de Fomento”- dice con
mucha retranca al tiempo que mira a su madre, con el caldero y me mira a mí, y exhala
un suspiro.

Estamos en la zona más alta de un gran desnivel, al que hoy se accede desde el centro de
la ciudad con el funi; cerca, se encuentra la casuca tipo chalé de Pilar, con unas vistas a
la bahía privilegiadas. Está profundamente agrietada y desnivelada, debido a los
movimientos de tierra que supuso la edificación colindante, un edificio de cuatro alturas
de pisos de alto nivel, que ha quedado sin terminar después de varios años. Por detrás, en
línea con General Dávila (aún no han cambiado el nombre después de más de setenta años del fin de la guerra civil) se sitúa otro edificio, ya habitado, de protección oficial para los
expropiados de las otras casucas tipo barracones, en su mayoría de etnia gitana.

Pregunto a Pilar si vive en la casa: veo luz por las noches cuando paso de subir con el
funi, y contesta que claro que sí; que a ella la tienen que sacar de allí con los pies por
delante. “Compramos este terreno con todos los ahorros familiares; hicimos esta casa mi
marido y yo con las manos, piedra a piedra. Aquí hemos tenido huerta y jardín, hemos
criado a esta hija y a la nieta”.

Pilar es viuda, tiene 92 años y resiste enfrente del objeto de su vida: la bahía, entrando el
mar hasta ella. Y, como buena sirena, va al mar siempre que puede, por la mañana, o por
la tarde: siempre al mar.