El tiempo de las amapolas

Es como si por primera vez el planeta se hubiera hecho viejo. El cáncer que padece, los humanos, ha ido devastando uno a uno los tesoros naturales que tardaron millones de años en formarse, y su metástasis envenenó el agua, la tierra y el aire hacia un punto de no retorno. Ante el colapso económico, energético y ecológico, la única salida para la especie invasora se debate entre el sálvese quien pueda y la tercera guerra mundial, ambas propuestas inherentes al capitalismo.

Pero los jóvenes también se han hecho viejos, y le dan las llaves de la paz a quien nos lleva a la guerra. Por las grietas de una cultura oxidada se cuela la angustia vital. Y en esta fábrica de infelicidad, solo en EEUU ha muerto más de un millón de personas por sobredosis desde que comenzó el siglo XXI (100.000 el último año), en lo que se anunciaba como el inicio de una época dorada para las libertades y el bienestar. Ya es la primera causa de muerte en personas de entre 15 y 48 años. El fentanilo, cincuenta veces más potente que la heroína, se cobra tres de cada cuatro de esas vidas perdidas. El chemsex arrasa en las relaciones y en los cerebros. Pastillas para dormir, pastillas para despertar. Pastillas para sentir lo que el cuerpo ya no siente, o para no sentir nada de lo que el cuerpo siente. El latigazo del caballo para aguantar el ritmo productivo, o el antídoto que calme la tormenta del estrés.

Donde la mano invisible del liberalismo no llega con sus polvos blancos, se anuncian las criptomonedas con dinero fácil o se multiplican las casas de apuestas en los barrios donde antes galopaba el caballo para que, en lugar de organizarse para construir alternativas se pueda rellenar el vacío con agujeros nuevos.

Hay otras drogas más sofisticadas en este mundo escaparate en el que siempre estamos al otro lado del cristal: por sus paraísos artificiales pasean su glamour l@s yonkis de la aprobación de los demás, vendiendo en Instagram una mediocre idea del éxito, del amor y de la alegría a cambio de likes de quienes navegan felizmente para consumirla. A estos, el sistema les hace creerse barcos, cuando en realidad son la alcantarilla. Los alimentos del ego son balas en el tambor de la pistola en manos de un frágil humano jugando a la ruleta rusa del éxito con el que un día soñó y también era mentira. Como todo lo que el sistema nos ofrece en un mundo en el que los valores que cotizan en bolsa no son la lluvia, el mar, la solidaridad o la tierra fértil sino todo lo que se los carga: la comida basura, el empleo basura, la usura financiera o la inmobiliaria, el turismo inconsciente, el saqueo de lo público o el armamento.

Quizá todo pase por aceptar que nada va a ser como nos lo vendieron. Que vivir no es durar sobre la rueda del hámster en el rincón domesticado de la jaula, ni el placentero baño de agua caliente de la rana que va a ser hervida. Que el destino no está escrito, como el de los erizos incapaces de acurrucarse juntos para calentarse en invierno. Que somos capaces de unirnos en el tiempo de los intentos, aunque sea para vivir la derrota con la dignidad de los vencidos, como músicos del Titanic que se sientan a ver juntos la caída del imperio.