La Smart City santanderina nos vigila

Cámaras y control estatal

Aunque a estas alturas estemos más que acostumbrados a la permanente presencia de cámaras y otros sistemas de vigilancia electrónicos en nuestra cotidianidad, lo cierto es que es un fenómeno relativamente reciente. No fue hasta los años noventa cuando se masificó y normalizó el uso de cámaras por parte de los gobiernos, con el de Gran Bretaña a la cabeza, país en el que se encuentran el 20% del total de cámaras del mundo y en dónde una persona es captada por ellas un promedio de 300 veces al día. 

Un cambio importante en nuestras vidas, pero que se entronca con una de las funciones que históricamente ha tenido el Estado: la vigilancia y el control como formas de mantener intacto el orden social. Dos razones explican esta proliferación de las cámaras: en primer lugar, el abaratamiento de la tecnología y, en segundo lugar, la “dulcificación” de los métodos represivos estatales. Para mantener la ficción de la democracia como el mejor (o menos malo) de los sistemas había que reducir al mínimo la violencia explícita, en contraposición a la que emplean los regímenes dictatoriales. La evolución de la tecnología en la segunda mitad del siglo XX permitió esa reducción de la coerción física sin poner en peligro la continuidad del sistema. Para profundizar sobre esta cuestión cabría referirse a la conocida obra de M. Foucault, “Vigilar y castigar”.

Otro rasgo a tener en cuenta de los dispositivos de vigilancia es que están estrechamente relacionados con la ciudad contemporánea. En efecto, la cámara solo es entendible en un contexto de concentración masiva de población, donde todos los habitantes son desconocidos para los demás y, por ende, donde surgen sensaciones como la desconfianza, la inseguridad, el miedo, la sospecha… Es para paliar los riesgos (reales o no) que la propia ciudad contemporánea produce por lo que se masifica el uso de los CCTV. Podemos relacionar además este tema con la arquitectura y el urbanismo impulsado por las elites, que también está orientado al control social. No es casualidad que donde más proliferan las cámaras sea en los barrios de moda renovados y rehabilitados, en los que no interesa la delincuencia porque perjudica el desarrollo del turismo y de las típicas actividades de ocio urbanas

 Santander: “la ciudad más inteligente de España”

Pero ¿qué funciones en concreto cumplen las cámaras? Volvamos al artículo sobre Santander citado anteriormente. En él aprendemos que 169 cámaras (públicas) vigilan “sitios sensibles” “con pasado problemático” o para evitar “daños al patrimonio”. A ellas hay que sumar las cámaras privadas, de empresas, comunidades de vecinos, entidades financieras, supermercados, viviendas, etc., cuyo cometido es, imaginamos, proteger la sacrosanta propiedad privada. Por último, funcionan a parte las cámaras de tráfico, controladas por la policía local, y las cámaras de la red de semáforos, a cargo de una empresa privada, que se justifican por cuestiones relacionadas con la seguridad vial. Cabe recordar, por otro lado, que con la implantación del sistema Metro Tus se han instalado otras 41 cámaras nuevas.

En los últimos años se ha dado una vuelta de tuerca más al uso de las cámaras, que ahora cumplen más funciones que las clásicas de “vigilar” y “proteger”. Y es que ahora nos enfrentamos a una “videovigilancia inteligente”, cámaras digitales con un software interpretativo, de las que se extrae “en tiempo real mucha información de la grabación: números de matrícula, cantidad de vehículos y de personas, algunos rasgos de comportamiento de las personas grabadas, reconocimiento facial, detección de conductas sospechosas e incluso determinados estados anímicos”. Además, “la videovigilancia se ha democratizado, se venden miles de cámaras acompañadas casi siempre de software para vigilar una tiendecita o el hogar, controlar hurtos, empleados, canguros, niños, mascotas y ancianos (…)”. “Estas cámaras que hace unos años eran casi de juguete han alcanzado el rango de herramientas sofisticadas de alta resolución, conectadas vía wifi con internet y dotadas de software complejo que permite configurarlas con alarmas a teléfono y ordenadores, capaces de diferenciar personas, acciones y situaciones y definir áreas de vigilancia. Este software (…) normalmente va acompañado de almacenamiento en la nube, o sea que las imágenes quedan fuera del control del mismo interesado (que seguramente será grabado también)”. Las citas proceden del artículo “Vivir, trabajar y sobrevivir en una Smart city” del blog Libres y Salvajes. 

Vemos por tanto que no se puede entender por separado el papel que cumplen las cámaras y el contexto de “urbanismo smart” en que nos vemos inmersos actualmente. El concepto de Smart City surgió en la primera década de nuestro siglo como un producto ofertado por varias multinacionales vinculadas a las tecnologías informáticas y digitales (como IBM o Thalès por ejemplo) y destinado a los ayuntamientos. Un producto que consiste básicamente en la instalación de sensores inteligentes por toda la ciudad para captar lo que acontece en ella, el tratamiento de esa información y finalmente, la resolución de las distintas problemáticas urbanas como pueden ser la gestión de residuos o la seguridad ciudadana, por ejemplo. Para convencernos de las bondades de la Smart City, los ayuntamientos y las empresas llevan a cabo campañas publicitarias en las que insisten en que sirve para mejorar nuestra calidad de vida, que está al servicio de los ciudadanos, que es más ecológico y nos permite ahorrar, que de proporciona status a la ciudad y que atrae turismo y riqueza, etc. Con tales argumentos ¿quién se va a oponer a que su ciudad se vuelva inteligente?

Volviendo al caso de Santander recordemos cómo el exalcalde Iñigo de la Serna se esforzó en convertir la ciudad en la “más inteligente de España” adoptando antes que ninguna otra el sistema Smart City. El exalcalde es además presidente e impulsor de la RECI (Red Española de Ciudades Inteligentes). Todo apunta a que la actual alcaldesa, Gema Igual, está siguiendo los pasos de su predecesor, cumpliendo así con el Plan Estratégico 2020. El resultado de estos esfuerzos es la existencia de 12.000 sensores instalados por toda la ciudad, en fuentes, jardines, taxis, vehículos de limpieza, aparcamientos, semáforos, farolas e incluso en los teléfonos de los santanderinos (si te descargas la aplicación, de momento de uso no obligatorio). Por lo visto, todavía queda por instalar el dispositivo que conecte todos esos sensores, una cabeza artificial, y que permita “interrelacionar todos los servicios de la ciudad y establecer patrones de comportamiento”, la información obtenida por este cerebro se pondrá al servicio de los ciudadanos (léase Ayuntamiento) y de las empresas.

La necesidad de resistir

No nos parece útil intentar contraargumentar la propaganda del Ayuntamiento, porque nos llevaría a usar su propio lenguaje y a alejarnos de la crítica radical. Dicho esto, cabe preguntarse ¿por qué oponernos a la instalación de cámaras y otros dispositivos de la Smart City?

En primer lugar queremos apuntar, aunque pueda parecer obvio, que todo este tinglado de la ciudad inteligente es una oportunidad para que los ayuntamientos y las empresas vinculadas al proyecto se enriquezcan. En el caso de Santander, Telefónica, por un lado, y la multinacional japonesa MEC, por otro, son las que se reparten la mayor parte de la tarta. Un dinero que procede en gran parte de subvenciones directas de la Unión Europea, es decir, de nuestros bolsillos. Por otro lado, no hay que olvidar que el tratamiento de datos (en este caso captados por los sensores) es una jugosa fuente de ingresos. La Smart City es, por tanto, una forma más de explotación económica que hay que combatir.

Se trata también de preservar lo poco que nos queda de nuestra intimidad, de rechazar estar permanentemente fichados, controlados. Se trata de defender los escasos espacios que quedan en los que podemos actuar libre y espontáneamente. En relación con ello, es fundamental oponerse a la totalidad del sistema Smart City, incluso en sus aspectos más cool o aparentemente beneficiosos. Hay que entender que la cámara que sigue nuestro rastro es igual de amenazadora que la aplicación que nos dice dónde hay sitios libres para aparcar. Todo está conectado y al servicio de la ciudad policial que nos imponen.

El empeoramiento de nuestras condiciones de vida, el hacinamiento, la degradación de los servicios y otras problemáticas relacionadas con el sistema económico y el contexto urbano están generando cada vez más tensiones. Esto se refleja en pequeños estallidos que se están produciendo a lo largo y ancho del mundo, y que tienen como detonante hechos cotidianos. En Brasil la subida del precio del transporte, un bulevar en Gamonal, un parque amenazado en Estambul… Sin irnos tan lejos, una de las mayores movilizaciones de los últimos tiempos en Santander tiene que ver con la implantación del Metro Tus. La ciudad inteligente está pensada para aliviar esas tensiones (sin resolver los problemas) generando un entorno más medido y por tanto más controlable. Aunque como cualquier otra tecnología la Smart City tiene sus fallos y sus puntos débiles, no deja de ser preocupante el perfeccionamiento de los métodos de control y prevención implantados por las élites. Por ello creemos necesario resistir, mientras todavía exista alguna posibilidad.