Para un «Libre soñador» después de 17 años el libro «Remolinos de furia» llegó a su destinatario

No recordaba la dedicatoria, pero… Tras descartar varios títulos para encabezar este reportaje, me decidí por el que aparece justo encima de estas letras. Para un “libre soñador” resume, creo yo, toda una historia que comenzó el 10 de julio de 1994 y finalizó 17 años después: 15 de julio de 2011.

HACIENDO MEMORIA

En el año 1971, en plena dictadura, Pepe Beunza, un andaluz (de Jaén), que se crió en Valencia, fue condenado a prisión por negarse a vestir el uniforme militar. Pepe Beunza, por lo tanto, sin tener en cuenta a los Testigos de Jehová (prisioneros, también por el mismo motivo, aunque en este caso debido a sus creencias religiosas), fue, según sus propias palabras, “el primer objetor de conciencia por convicciones pacifistas, por profesar la no violencia”. Permaneció en la cárcel entre enero de 1971 y marzo de 1974. Y en su extenso historial pacifista nos encontramos frases tan significativas como estas: “¡El desertor es un héroe! Desertar es la única actitud respetable en una guerra. El desertor es el único que vence en una guerra, porque no mancha sus manos de sangre”. “Lo cobarde es ser violento. ¡Hay que ser muy valiente para no emplear la violencia física!”. “Todo lo que hice yo y otros vale la pena por ser libres. ¡Hemos nacido para ser libres!”.

Es importante destacar que la acción de Pepe Beunza, criticada, como es obvio, por el sector afín al régimen dictatorial (el dictador –lo recuerdo− murió el 20 de noviembre de 1975), dio la vuelta al mundo, recibiendo miles de apoyos. En el año 1972, pongo por caso, el gran músico y compositor Cristóbal Halffter compuso la obra “Gaudium et Spes” en su honor.

El 15 de junio de 1977 se celebraron en España las primeras elecciones democráticas, des-pués de la guerra civil, y el 6 de diciembre de 1978 se aprobó, en referéndum, la Constitución Española, con entrada en vigor el día 29 de di-ciembre de aquel mismo año. Sin embargo, nada cambió respecto a la obligatoriedad del servicio militar ni tampoco sobre las penas de insumisión.

Con la llegada del nuevo siglo parecía que todo iba a seguir igual en España en relación con estos temas, ya que, en el año 2000, doce nuevos insumisos-desertores entraron en prisión, aunque, sorprendentemente, el Gobierno anunciara que el último reemplazo obligatorio de la mili se realizaría en diciembre de 2001. Pues bien, aun así, el Partido Popular, en ese último año (2001), impidió con sus votos la despenalización de la insumisión. Definitivamente, el 31 de diciembre de 2001 fue abolido en España el Servicio Militar Obligatorio. Y en el año siguiente, 2002, por fin, el Gobierno reformó el Código Penal y el Código Penal Militar para eliminar los vergonzantes “delitos” de insumisión. El ejército en España se hizo profesional, pero mientras tanto, en los últimos 30 años, se han contabilizado cerca de un millón de objetores y 10.000 insumisos, totalmente respetables, de igual forma que, hoy día, por ejemplo, se respeta a los médicos objetores de conciencia.

Llegado a este punto, considero conveniente aclarar a mis lectores, especialmente a alguno de ellos, que yo sí que hice el servicio militar obligatorio y, la verdad, no me siento nada orgulloso de aquella “hazaña”. La pérdida de tiempo, el régimen dictatorial que sufrí de los “mandos militares” y la “educación” (la mala educación) del uso indiscriminado de las armas han hecho que mi opinión sea contraria a lo que se entiende por “defensa del país o de la Patria por y para la paz”.

Dicho lo dicho, continúo.


Detalle de la portada de El País Semanal del 10 de julio de 1994 con Raúl Molleda como protagonista

10 DE JULIO DE 1994

En el suplemento “El País Semanal”, del 10 de julio de 1994, aparecía un extenso reportaje titulado “Insumisos. Rebeldes contra la mili”, un trabajo de Jesús Rodríguez (texto) y Bernardo Pérez (fotografías). Jesús, en su primer párrafo, escribió lo siguiente, que copio de forma literal, por entender que hace un excelente y respetuoso resumen sobre los insumisos: “La conciencia entre rejas. Son los últimos soñadores. Para la justicia, simples delincuentes. Defender sus ideas les ha llevado a la cárcel. Son antimilitaristas: creen en un mundo sin guerras ni ejércitos. Rechazan la mili y la prestación sustitutoria y están dispuestos a pagar con su libertad por esta utopía: una sociedad más justa y con los presupuestos de defensa destinados a gastos sociales. Ninguno ha cumplido los 30, pero saben de calabozos y tribunales. Son más de 10.000 y 186 cumplen penas de prisión. Desde las celdas en las que viven confinados hablan de su lucha”.

Raúl Molleda era uno de aquellos prisioneros. Cántabru de nacencia, cumplía prisión en El Dueso (Santoña). Su edad 25 años, y sus ideas muy claras: “Mis enemigos no son los marroquíes, sino el paro, la destrucción del medio ambiente, la pobreza, las malas condiciones de vida… De todo esto no me puede defender ningún ejército”.

Diré, para resumir, que aquel artículo me “tocó” la vena sensible, porque estaba totalmente de acuerdo con cada una de las opiniones que vertían los insumisos en… prisión ¿por haber cometido algún crimen, violación, robo, atentado…? No. Por defender sus ideas sobre la paz y a favor de ella. ¿Dónde estaba entonces el delito para que les condenaran a purgar “sus culpas” en una cárcel? ¿Por qué el ministro de Defensa de aquel entonces, Julián García Vargas, dijo lo que dijo (“el Estado debe conseguir que se sancionen y se disuadan las actitudes delictivas y, según el ordenamiento vigente, la insumisión lo es”), y nadie se rasgó sus vestiduras por tales comentarios? ¿Delitos, señor ministro? Por favor… ¿En qué país maravilloso vivía la oposición para no pedir un poco de mesura en este tema y exigir la modificación de la ley de forma inmediata para que la propia sociedad pudiera vivir con los nuevos tiempos democráticos?

En mi modesta opinión, España todavía olía a peinetas y a alcanfor, a patriotas de barro y defensores de la Patria según y cómo. Los que se creen “valientes” siempre mandan a los “cobardes” al frente y se quedan en la retaguardia para estudiar la próxima batalla (ja, ja). Y si el lector quiere ejemplos, en la historia de la Guerra Civil española se encuentran por miles. El caso es que yo, al leer aquel artículo, me sentí mal, muy mal, porque me ponía en la piel de aquellos inocentes idealistas; me ponía en la piel de sus padres y abuelos; me ponía en la piel de sus mujeres o novias, y se me revolvía el estómago pensando en que no había derecho, y, si había justicia, aquello se parecía más a venganza de… cuarteles que apestaban a “guerreros nobles y patrióticos”, cuando la verdad (y recuerdo una vez más que yo hice la mili y puedo hablar sin rodeos) es que todos intentaban, intentábamos, escaquearnos. ¿O no, capitán Rodríguez? ¿Por qué aquellos “abandonos de servicio” no se consideraban, al menos, deserciones temporales y se condenaban, de igual forma, con la cárcel? Hubiera sido lo justo, ¿no?

En fin, que como poco podía hacer por aquellos insumisos, lo que se me ocurrió fue enviar a Raúl Molleda mi primer libro publicado, “Remolinos de furia”, para que, en el supuesto caso de que le gustara la lectura, pudiera evadirse temporalmente con él. Un intento, en definitiva, de mostrar mi apoyo por su causa.

¿Por qué? ¿Sería también causa de delito el envío de un libro a un insumiso y yo lo desconocía? O, por el contrario, lo devolvieron porque sí (o por cojones), violando los más mínimos derechos constitucionales, los mismos que tanto defendían algunos (léanse los artículos 10, 14, 16 y otros de nuestra Constitución).

Con un regusto amargo, por no decir impotencia, aquel sobre lo guardé en uno de los cajones de mi escritorio y me olvidé de él hasta que…, en el mes de octubre de 2010, buscando otro documento, me “sobresaltaron sus gritos”. ¿Por qué no intentar encontrar el modo de ponerme en contacto con Raúl Molleda y entregárselo en mano?

Dicho y hecho. Tras varios contactos y decenas de llamadas telefónicas, logré hablar con Raúl, quien, superada su primera sorpresa, accedió a recogerlo personalmente.

Acompañado por Víctor Fdez. del Río, uno de los fotógrafos de la revista CAMPARREDONDA, me desplacé hasta Cantabria, y allí, en una plaza pública y a plena luz del día, entregué a Raúl Molleda “la prueba del delito” que el director de la prisión “El Dueso”, o un funcionario “ciego”, sin derecho alguno, le negó… hace 17 años.

A Raúl Molleda, libre soñador, con mis mejores deseos.

León, 18 de julio de 1994
Después, a lo largo de 8 horas, tuvimos tiempo suficiente para hablar.

Hablar con Raúl Molleda fue muy sencillo. Desde el primer momento, así lo habíamos pactado, surgiría la conversación de forma natural, como si nos conociéramos desde hacía mucho tiempo. La verdad es que yo, al final de la tarde, así lo creí. Raúl me demostró que es una persona con un corazón inmenso que se entrega, sin condiciones, que no se esconde, pero tampoco quiere ser protagonista de nada ni líder de nadie. “Lo que ocurrió –me dijo− no tiene importancia alguna; nosotros luchábamos por nuestros principios y ya está. Por supuesto que, pese a quien pese, logramos nuestro objetivo y eso fue lo más importante. La cárcel, para mí, fue una experiencia y, tras ella, tan sólo me quedé con lo positivo; eso nadie me lo puede arrebatar”.

Raúl en un principio me puso en antecedentes.
−No eran buenos tiempos para nadie. Esta ciudad, eminentemente industrial, dejó de serlo. Varias empresas desaparecieron, y con ellas la mano de obra. Mucha gente quedó en el paro y corría la droga como la pólvora. Nada especial que no se sepa de aquellos años. La juventud nos divertíamos a nuestra manera y no teníamos maldad, pero para la policía todo el mundo era sospechoso. Bastaba con tener un pendiente o una discreta melena para que “te vieran sospechoso de…” y…

−Yo tenía amigos ecologistas –seguía explicándome Raúl−. De hecho alguno de ellos participó de forma activa en la defensa de Riaño. En aquel grupo nos fuimos concien-ciando de la importancia de la naturaleza, teníamos que defenderla, y, poco a poco, sin ser muy conscientes del paso del tiempo, nos llegó la hora de hacer la mili. Yo, entonces, era un estudiante de cantería, pero ya lo tenía muy claro: no me incorporaría jamás al Ejército. Y no creas que era un acto de rebeldía. No. Lo hacía por puros principios sociales. La Patria hay que defenderla, sí, pero desde la paz; jamás pensando en hacerlo a golpe de armas, a través de una guerra. Así pues, 24 horas antes de comenzar mi mili, me presenté en el Gobierno Militar de Santander y manifesté públicamente mi negativa de incorporarme dentro de aquella farsa. Tras un año y pico de trámites y declaraciones previas, el 11 de octubre de 1993 fui juzgado y condenado. Me echaron seis meses, lo que significaba que me libraba de ir a la cárcel, pero no recurrí por defender otro de nuestros principios: nadie es más que nadie; no quería, en definitiva, ningún tipo de beneficio; mi conciencia me lo impedía: no es justo que a uno se le condene a seis meses, mientras que otro, por el mismo motivo, esté dos años en chirona. El fiscal sí recurrió y mi sentencia quedó definitivamente en dos años, cuatro meses y un día. Me metieron en la cárcel. Pero antes tuvieron que ir a buscarme. Nadie se escondió ni huyó de este país. Para que me entiendas, lo que hicimos fue anunciar el lugar donde nos encontrábamos, ya que, como es evidente, voluntarios no íbamos a ir. Pasó un tiempo y, sí, la policía nos detuvo. Nos pusieron las esposas y nos llevaron al furgón. Había mucha gente a nuestro alrededor apoyándonos, pero no queríamos privilegio alguno. Tampoco me quejé, eso jamás, sobre el trato de la policía. Sabía que si lo hacía podía ser en mi contra. Te apretaban más las esposas y… Estuve cinco días en la Prisión Provincial y once meses en la de Santoña, con vistas al mar Cantábrico.

“HABRÍA QUE CORTARLES LOS COJONES”

Al mirar a los ojos a Raúl leía en ellos que lo que decía era cierto y que había sufrido, pero no guardaba rencor, o al menos en la distancia no me lo demostraba. No le fue fácil –eso lo intuía− lidiar semejante toro bravo, pero, afortu-nadamente para él, creo que supo sobrellevarlo. Las provocaciones…

−Raúl, ¿sentiste alguna vez que te provocaban?

−Sí, claro. ¿Por qué me lo preguntas?

−Mira, yo en aquel entonces, seguía con interés vuestra buena o mala suerte y, la verdad, alguna declaración pública era vergonzosa. Por ejemplo, ¿te suena eso de “que habría que cortarles los cojones”?

Y Raúl no lo duda:

−Claro que me suena. En una entrevista que hicieron a un soldado de la Legión en televisión española, le preguntaron precisamente qué opinaba sobre los insumisos. Aquel soldado puso cara de “interesante”. Y comenzó diciendo: “en mi modesta opinión…”. Hizo creer que dudaba y volvió a repetir: “en mi opinión…”. Y ya, con carrerilla, lo soltó: “en mi opinión habría que cortarles los cojones”.

Hubo un breve silencio, suficiente para que yo pudiera pensar: “vaya, otro macho sin razones. Pero… ¿dónde cojones tendrán estos descerebrados la inteligencia?” −refiriéndome, como es obvio, a la máquina de matar al servicio de la Legión Española.

Raúl continuó:

−Pero no creas que solo era en la calle; en prisión, un compañero de celda, otro legionario, cada dos por tres, me soltaba “si es que a los insumisos habría que mataros”. Y así, una y otra vez, hasta que ya no aguanté más y le dije: “ya está bien: ¡mátame ahora mismo o cállate de una puta vez!”. ¿Sabes? Dio resultado. Y se olvidó de mí. No me dio más la paliza, y es que era evidente: a los insumisos se nos tenía como seres inferiores, como amanerados o como seres muy frágiles, pero si te enfrentabas a esta gente, no con broncas ni con amenazas, sino con razonamientos, entonces comprobabas cómo daban marcha atrás. Te contaré, si quieres, lo que me pasó con uno de tu tierra.

−Claro que quiero. Adelante.

−Pues verás, en la cárcel nos daban para desayunar solamente leche. Si querías café o Cola Cao, tenías que comprarlo en el economato, y se compraba, no con dinero de curso legal, sino con el propio dinero de la cárcel. Yo compré un bote de Cola Cao. Y este sujeto me dijo un día que si le daba un poco porque todavía no había recibido dinero de la familia. Yo acepté, ¿por qué no? Hoy por ti, mañana por mí. Pero al día siguiente volvió a pedírmelo y al siguiente y al siguiente. En la cárcel hacer favores puede resultar perjudicial para ti. Si los haces, la gente que te los pide “se crece” diciendo al resto que a fulanito le tiene dominado; que hace con él lo que le da la gana. Así que, sin más demora, opté por negarle su ración indicándole que solo tenía para mí, y así un día y otro. Hasta que al tercer día “reventó”: “¡Joder!, siempre me dices lo mismo”. Y yo: “tú también me dices siempre lo mismo, ‘que no recibiste dinero de tú familia’, y yo no me enfado contigo ni grito”. Se acabaron los problemas con él.

Al insistir en el tema de las provocaciones, Raúl me puso otro ejemplo:

−Un día estábamos tres compañeros jugando a las cartas; se acercó un funcionario y nos dijo: “cuando acabéis, lleváis el banco –aquel en el que estábamos sentados− a…”. Y nosotros pensamos que era una provocación. Lo era, porque había personas encargadas para hacer ese trabajo. Pues bien, cuando marchamos, el banco quedó allí donde estaba. Me llamaron para pedirme explicaciones y el mismo funcionario lo hacía con ademanes de superioridad. Gritaba y gritaba. Y yo, tranquilo, le iba respondiendo sin levantar la voz. Sabía que si lo hacía ya estaba liada en mi contra. En la cárcel las provocaciones son permanentes. De ti depende no entrar en ninguna de ellas. Y yo, aquel día, logré otro de mis objetivos: que se me respetara por lo que era. Si hubiera accedido a llevar el banco al sitio designado por aquel funcionario, fíjate qué tontería, me hubiera denigrado y habría perdido el respeto para siempre.

−Hablando de respeto, Raúl, ¿había respeto entre vosotros?

−Sí y no. Depende. En la celda éramos cinco. Y a mí, por ejemplo, me robaron la cartera. La culpa fue mía por dejarla donde la dejé, porque todos sabíamos que eso ocurría con frecuencia. Ahora bien, allí teníamos dos aseos; nada del otro mundo: una pared baja los separaba del resto de la celda, tanto que se nos veía la cabeza, y te cubrías tan solo, por delante, con una tela. Allí sí había respeto.

−¿Fuiste testigo de alguna escena violenta o algo que sea destacable?

−Sí, aunque no fue precisamente violenta. Un buen día llegó un nuevo prisionero. Y, no sé por qué, pero alguno rápidamente lo vio como…; tú ya me entiendes. Excepto otro y yo el resto se lo hicieron. Él lo permitía. Lo curioso, o lo que más me llamó la atención, fue que los que se lo hicieron se justificaban una y otra vez: “no creas que yo soy maricón, no, que hasta yo mismo me sorprendo de mi propia virilidad” y cosas similares. Desde que estuve en el trullo, y visto lo que vi, ya no pienso lo mismo sobre la heterosexualidad.

Y uno, claro, se imagina a esos hombres con pelo en pecho y un par de… cojones diciendo que hay que cortar los ídem a un insumiso por defender la paz y la libertad, que ellos (los machos ibéricos) son incapaces de defender y de fomentar con razones y, acto seguido, se les ve… el plumero. ¡Qué país!

ESTUDIOSO DE LA TOPONIMIA CÁNTABRA, DEFENSOR DE LA CULTURA TRADICIONAL Y MÚSICO

Raúl fue, para mí, una caja de sorpresas. Estando en la cárcel, redimió parte de su culpa estudiando la toponimia cántabra, tan rica como excelsa. “En la biblioteca me pasaba horas y ho-ras. Una pena –me dijo− que haya tan poca gen-te con ganas de continuar con ese trabajo”. Él sí lo hizo. Le gusta todo aquello con sabor cánta-bru y es un defensor acérrimo de la cultura tra-dicional. Actualmente sigue con sus trabajos de cantería y con el cuidado y recolección de los arándanos de su propiedad. Pero… lo que nunca dejó, a lo largo de los últimos 20 años, fue la música. Profesor de silbu y dulzaina, hoy forma parte de dos agrupaciones: Gatu Malu (un grupo de música folk cántabra) y Estricalla (de música punk). En Gatu Malu se encarga de tocar el bajo eléctrico, mientras que en Estricalla lo hace con la guitarra eléctrica. Dos formas de actuar que le llenan por completo, aunque pienso que tal vez sea con el grupo folk donde se siente más reali-zado, por aquello de que lo que “venden” (ya tienen dos discos en la calle) es una parte de la tradición y del lenguaje de su tierra. Y para muestra, bajo estas líneas, publico una de las le-tras de sus canciones, aquella que da precisa-mente nombre al grupo, compuesto por los si-guientes miembros: Roberto Diego (fundador), Conchi García, Maite Blanco, Esteban Bolado y el propio Raúl Molleda.

GATU MALU. Letra y música: Roberto

Diego Dicin qu’hai suëltu por ahi Un gatu mu guapu Que no asela un ratu Las gatucas del lugar Miagan de nochi Al velu marchar Es un gatu cazaritu Entra enas casas se quema’l jucicu no se deja atrapar con muchu remangu se güelvi a eslapar no tien dueñu, no tien amu gatu malu, gatu malu no li pon naidi la manu gatu malu, gatu malu qu’aruñatos da esti gatu blinca ena mesa jeringa los platos es un bichu tan lambión comi que comi de tou el ladrón nunca dejan de rutar cudiau cola genti li quier engañar si lu vas a prisiguir con esas patucas ajuyi de ti no tien dueñu, no tien amu…

Raúl, como no podía ser de otra forma, nos llevó a comer a un lugar de ensueño: Carmona, un pueblo declarado Conjunto Histórico-Artístico, perteneciente a la comarca de Saja-Nansa, a orillas de los regatos El Piruju y Quivierda.

En el restaurante El Puente, y siguiendo su consejo, degustamos el sabroso cocido montañés (alubias con berza, chorizo, morcilla, hueso de rodilla, oreja, costilla, tocino y carne de cerdo). Realmente exquisito. Y de sobremesa..., acompa-ñados por Aparicio (el dueño del restaurante), Víctor (el fotógrafo) y yo descubrimos un pueblo con encanto y sus entresijos. A Raúl se le veía en su salsa explicándonos los pormenores de las construcciones centenarias y los nombres cántabros de cuantos objetos veíamos a nuestro paso. Nosotros disfrutamos de su presencia y, esperamos, que también de su amistad.

De regreso a León, recordaba, en viva voz, unas palabras de Raúl: “fíjate: la primera vez en mi vida que vi unos delfines en libertad fue tras las rejas de la cárcel”. ¿Libertad? ¡Libertad!

Libertad, ahora y siempre, para un libre soñador.