«Os estáis ganando un arcoíris en las costillas»

Vincular solo a Vox el asesinato es tan básico y simplista que solo pone de manifiesto el poco compromiso y entendimiento que se tiene con la comunidad LGTBIQ+. Si la vida en los márgenes no vale nada para ellos, para nosotras debe ser prioritario que ni una sola más se quede por el camino.

 

Ilustración de Julia Villarrubia Pinés (Pulgui Esmeralda)

Han asesinado a uno de los míos.

Rabia y dolor es lo primero que siento. Una rabia espesa que sube desde el fondo de las entrañas, un dolor que nace desde ahí mismo y me invade el cuerpo. Sigue la indignación: la policía no tiene claro el “móvil del homicidio”. No importa que a Samuel le gritaran “maricón de mierda” mientras lo golpeaban hasta la muerte, para la policía, para quienes detentan el monopolio de la violencia, no es motivo suficiente, ni prueba suficiente para condenar un crimen de odio. No me atrevo a aventurar por qué no lo es –aunque creo que la respuesta la tengo tanto yo como cada una de las personas que ahora mismo están leyendo estas líneas– hay cuerpos que importan, hay vidas que importan y otras no. Está claro que la vida de un maricón no pertenece al selecto grupo que detenta el privilegio de existir y vivir en paz, aunque la vida sea un derecho y no un privilegio.

El lunes, 5 de julio, un día más tarde del brutal asesinato, hubo más de cien concentraciones y manifestaciones en todo el Estado español y, aunque celebro la pronta respuesta y la unidad del colectivo LGTBIQ+, quisiera decir muchas cosas. Tantas que no me cabrán en este texto.

La primera es para los políticos institucionales quienes hicieron gala de “solidaridad” al asistir a las convocatorias: vincular solamente a Vox con el asesinato es tan básico y simplista que solo pone de manifiesto el poco compromiso y entendimiento que se tiene para con la comunidad LGTBIQ+. Cómo se nota, señores y señoras, que no van por la calle con miedo de que algo así pueda sucederles en cualquier momento, a ustedes mismos o alguna de sus personas más cercanas. Cómo se nota que no han sentido nunca esa punzada en la tripa cuando alguien les ha gritado por la calle o en el metro “bollera/marica de mierda”, mientras todo el cuerpo entra en alerta, listo para defenderse, aún sabiendo que muchas veces la defensa es imposible y que lo más sensato es echar a correr. No, vivimos en un territorio profundamente LGTBfóbico, que los discursos de odio de Vox lo agraven es solo la guinda del pastel. El asesinato de Samuel es solo la punta del iceberg. Y esa LGTBfobia está en las instituciones mismas, negándole el derecho de existir a muchísimas personas.

La segunda es para mis compañeras y compañeros del colectivo: nos hemos creído que con poder casarnos y tener ciertos “derechos” hemos avanzado en el largo camino por la dignidad y no es así. El discurso liberal de los derechos nada tiene que ver con poder vivir una vida digna y en paz. Seguimos siendo vidas de segunda, ni casarnos, ni poder tener criaturas (en según qué circunstancias, porque no olvidemos que hasta hace, literalmente dos días, a las madres lesbianas se les obligaba a casarse para poder reconocer a sus hijes) nos hace inmunes a que a doce varones cis heterosexuales, hijos sanos del patriarcado, se les ocurra asesinarnos en cualquier calle una noche cualquiera frente a una multitud de gente que no hace nada por impedirlo. (Valga aquí mi más profundo reconocimiento a la persona que intentó ayudar a Samuel, y valga también recordar que fue una persona racializada. Porque lo cuir no nos quita lo racistas). Compañeras, hace más falta trabajo de calle, activismo de base, ocupar las plazas, cambiarlo todo desde abajo, luchar juntas, tejer alianzas entre nosotras, porque juntas somos más fuertes, porque esta violencia no empezó ayer y no va a terminar mañana.

También quisiera preguntar con toda honestidad si la reacción habría sido la misma si la asesinada hubiera sido una bollera. Porque creo, una vez más, que la respuesta se nombra sola. Porque el sistema de privilegios es el que es y las bolleras ocupamos el lugar que ocupamos. Ahora pregunto también si habría sido la misma si la persona asesinada hubiera sido trans. Esto lo pregunto no con rabia, sino con preocupación, con la necesidad de ir a una, de hacer piña, de que por una vez nos demos cuenta ya que el enemigo es el mismo, que no distingue, que somos nosotras quienes alimentamos las desigualdades y los privilegios entre nosotras. Que si la vida en los márgenes para ellos no vale nada, para nosotras debe ser prioritario que ni una sola más se quede por el camino. Que ningún adolescente trans más se suicide porque no puede soportar la hostilidad a su alrededor, que no haya más violaciones correctivas a lesbianas, ni personas a quienes se echa de los baños porque su expresión de género no cabe dentro de moldes binarios, caducos, biofascistas.

Y la tercera es a la sociedad civil, si es que ese concepto todavía es aplicable en los tiempos que corren, ¿por qué la indiferencia? ¿Cómo pueden presenciar el asesinato a golpes de un chaval y no inmutarse? ¿Cómo pueden quedarse en sus casas como si nada fuera con ustedes? Este crimen va más allá del colectivo LGTBIQ+, es el asesinato de la diferencia, la aniquilación del otro, porque es ese otro que no merece vivir. Este crimen nos atañe a las migrantes, como nos atañe a las racializadas, a las discas, a las locas, a todos esos cuerpos que no entramos en el ideal colonial, moderno y cartesiano de lo humano. No somos humanas, somos cuerpos desechables, violentables, asesinables. Y muchas de nosotras somos poco más que carne de cañón para el capitalismo, ejército de reserva de un sistema que consume cuerpos para generar capital. Riqueza que nunca se reparte, que generan más pobreza, más desigualdad, más exclusión. Pero no olvidemos que así como el asesinato de Samuel nos atañe a todas, lo mismo debiera pasarnos con las violaciones a las temporeras de Huelva, la muerte de un mantero perseguido hasta la extenuación por la policía madrileña o la muerte de un migrante marroquí asesinado por un fascista en Murcia.

Hoy, en la cuenta de Instagram de Magda Piñeyro, leía una reflexión que no solo me parece pertinente, sino que me la hago yo misma todo el tiempo: ¿Por qué solo nos manifestamos cuando nuestra individualidad nos dice que también nosotras podríamos ser las víctimas? Ella reflexionaba sobre una de las frases más leídas respecto a lo sucedido con Samuel – “Podría ser yo”– y dice: “Nos conmueve un acto violento o injusto cuando pensamos que el azar de la vida nos podría haber situado a nosotras bajo el yugo del verdugo de turno, nos asusta pensarnos como posibles víctimas.”

Yo, insisto, han matado a uno de los míos. Han matado a un maricón por serlo, como matarían a una bollera o a una persona trans, como matan a un migrante por cruzar una frontera o a una persona racializada por su color de piel. Y me pregunto, nos pregunto: ¿Hasta cuándo? Llevamos muchos años diciendo que el miedo va a cambiar de bando y, sin embargo, parece que todo va a peor y que somos nosotras las que tenemos más miedo. No quiero una pancarta que diga: “Nos están matando y no hacéis nada”. Me representa más una que diga: “Os estáis ganando un arcoíris en las costillas”.

Y, aun así, confieso, se me queda corta.