Fuego a las correas

Horas, días, meses, años, encerrado en esta fortaleza. Triste es la vida, atrapada en las fortalezas de la curación, en espera. Fuera está el desierto de los Tártaros, silente, amenazante; dentro colegas resignados e inadaptados, quizá más vendidos a la vida que los mismos reclusos, inadaptados por una locura suya diferente, astuta; la locura de la gente normal qué no se deja recluir sino que recluye, que no se deja violar sino que viola.

Soy un infiltrado. Cuando es de noche, espero. Si no duermo, veo películas. Si no veo películas, leo. Si no leo, escribo. Tal vez, en el fondo, esta sea la vida que quiero, la vida de un recluso, la vida de un Minotauro. Hasta que, de vez en cuando, suena el timbre eléctrico. Desde el desierto de los Tártaros viene un hombre que perdió la cabeza. Un loco. Llega transportado por una ambulancia, la sirena me avisa incluso antes del timbre eléctrico. Siento inquietud. Y me pongo en marcha, a través del dédalo del hospital, hasta urgencias, debo sedarle, obligarle, asustarle, encerrarle en el laberinto, en la fortaleza. Y sé hacerlo. Porque soy un Minotauro, puede que menos monstruoso que los demás… sea como fuere, mi trabajo es el del verdugo.

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Antes de ayer, por ejemplo, llego a urgencias a las ocho de la tarde. Sale de la puerta cerrada del pabellón la enfermera. Le pregunto ¿Qué tal?, ¿Cómo está todo allí dentro? ¿Hay atados? Sí, contesta. ¿Y quién es? Uno que llegó anoche, está atado desde que llegó. Voy a conocerle. Cincuenta años. Voz ronca, un poco pastosa, por los cigarrillos y los medicamentos. Dice que ayer montó algo de follón porque estaba demasiado contento. Le llevaron a urgencias, un enfermero le trató malamente; él reaccionó… Pero no soy una bestia y le aseguro que no hice nada grave, pero ¿Es esta la manera de tratar a un ser humano? Digo: tengo intención de quitarle las contenciones pero me tiene que ayudar. Ahora voy a llamar a la doctora que le ató. ¡No, esa no, que no me desata! No se preocupe, también llamaré a los enfermeros; y le haré unas preguntas delante de ellos; usted demuestre que está preparado para que le desatemos.

Busco a la colega. Me cuenta, a su manera, del hombre atado. Dice que es un alcohólico y un cocainómano. Dice que es de los que roban en casa y fuera de casa. Dice que es uno sin trabajo fijo. Dice que maltrata a su familia. Dice que hace una terapia antidepresiva pero tal vez agresiva y, mezclada con la cocaína y el alcohol, debe haberle sobreexcitado. Dice que anoche estaba tan nervioso que se subía por las paredes (es esta una de esas expresiones estereotipadas que frecuentemente utiliza el que ata, para enfatizar la inevitabilidad de las correas, puesto que nunca he visto a alguien subirse por las paredes). Digo, vale, pero ahora ven conmigo que le desatamos. Dice que no está de acuerdo, hace tan sólo dos horas desatinaba, era parlanchín, trastornado, peligroso. Le digo que acabo de hablar con él hace dos minutos y todo lo que dices ya no está. Así que ven conmigo a desatarle, por favor. Convoco a todos en la habitación del hombre atado, doctora y enfermeros. Formulo al paciente las absurdas preguntas que estos operadores quieren oír para poder soltarle. ¿Ahora se siente más tranquilo? Si, majestad ¿Acepta tomar los medicamentos que le prescribiremos? Si, majestad ¿Acepta continuar ingresado por lo menos otra semana? Si, majestad. Y bien, digo a los demás, la decisión está tomada, se desatará al paciente. El enfermero macho traga. Le lleva el tratamiento: Depakine oral, Abilify intramuscular en el culo e intravenoso en el brazo; y ya están cubiertas todas las vías de suministro. Este es el trueque necesario. Para quitarle las correas de las extremidades, debes meterle medicamentos en el cerebro. Por algún lado tienes que atarle. Le desatamos de las correas. El hombre atado no pestañea. El enfermero se espera alguna reacción, por mínima que sea. Al contrario, se queda en posición clínica otro rato aunque ya no está atado. El hombre con el imán sale y el hombre desatado me aprieta la mano, con mucha fuerza, y me dice: si no llega a estar usted esta noche, me quedaba atado hasta mañana por la mañana, como poco. Gracias, le digo, gracias a usted, por su paciencia. Yo no hubiera tenido la misma, de veras.

Hoy por ejemplo, un chico de 20 años, recién ingresado, algo delincuente y algo nervioso. No quiere ir al hospital que le corresponde. Le digo: mira, aquí tenemos catorce puestos y sois dieciocho. Si tú fueras el catorce te dejaría quedar, pese a que perteneces a otro hospital, pero como eres el dieciocho y allí tienen sitio, debes ser trasladado. El me dice que no va allí ni muerto, que allí ya le ingresaron dos veces, que en cada ocasión le han atado, que si le quiero trasladar tengo que pasar sobre su cuerpo, es más, debo matarle. Digo no, mira, de verdad, no puedo, no puedes quedarte, te doy media hora, prepara tus cosas que llamo a la ambulancia para el traslado. Me doy la vuelta y el rompe un vidrio con un puño; y con el puño ensangrentado me amenaza: ¡Si me trasladas te vas a enterar, hijo de puta!

Bueno, entiendo por qué no quiere ir al otro hospital. Se trata de uno hard donde, sin demasiadas ceremonias, primero te atan y luego hablan; él no sabe que también aquí le van a dar el mismo tipo de tratamiento. Intenté explicárselo, decirle que aquí también es probable que le aten, y que es mejor que acepté ir pues, si se queda tranquilo, no le pasará nada, ni aquí ni en el otro hospital. Pero nada. Es inamovible, se rompe pero no se doblega. Mientras tanto pienso: está bien, tomemos tiempo.

Alguien informa al jefe de que el psiquiatra insumiso se toma su tiempo, no decide, quizá no sabe que hacer. Llega el jefe a urgencias para hablar conmigo y dice: no hay manera que le tengas aquí, tenemos cuatro pacientes de más; mándale ya a su hospital, por las buenas o por las malas. Te doy un cuarto de hora para convencerle o suministrarle un tranquilizante y empaquetarlo a su centro. Intento explicarle que no está nervioso ni agresivo. Que no quiere ir al hospital porque tiene miedo de que le aten, que le han atado siempre las otras veces. ¿Qué hago? ¿Todo es un problema burocrático? El me dice: te doy un cuarto de hora, si no lo haces tú, lo hago yo.

Salgo al pasillo y vuelvo a pensar en lo que sostenía un psiquiatra napolitano: la urgencia, en psiquiatría, no existe. La urgencia no existe, sigo pensando, en este cuarto de hora que me ha dado. Mientras tanto, ha pasado ya un cuarto de hora y él, con toda su urgencia, dentro de poco volverá, llamará a los vigilantes, reunirá a todo el personal sanitario auxiliar para cogerle, atarle, sedarle y despacharle. Y yo me quedaré mirando. Y él, al final, me dirá que no soy apto para trabajar en urgencias. Tal vez porque no tolero la medicina de la obediencia. Y ya han pasado 20 minutos y pienso lo que sugerían los fenomenólogos como Edmund Husserl: que hay que hacer epoché, suspender el juicio. Y lo que decía Basaglia: qué hay que poner la enfermedad mental entre paréntesis, incluso a veces, como ahora, puede que sea necesario hasta suspender la acción; es lo que estoy haciendo, estoy parando la acción, hasta el tiempo pararía si pudiera….

Y sigo reflexionando y me vuelve a la mente “la banalidad del mal”, y la pregunta de Hannah Arendt: ¿ por qué no os rebelasteis? Si los funcionarios se hubiesen rebelado a las directivas nazis, no hubiesen sido 6 millones las víctimas del holocausto; y pienso en algunos colegas míos en particular; no todos, pero algunos, son de verdad unos burócratas; obedientes a las órdenes, muchos pequeños Adolf Eichmann que desde luego no hacen el mal porque les guste. Que va. Ni se dan cuenta que lo hacen; lo hacen simplemente para cumplir escrupulosamente la ley, los protocolos, las reglas, las guías, las órdenes de los jefes. Podríais absteneros, les dice Hanna Arendt; los que colaboraron con la solución final, podríais negaros a participar. Y yo ahora siento este humor mío hacerse cada vez más socrático. Y se que es precisamente este el momento justo para desobedecer, pues es mejor sufrir una injusticia que cometerla; es mejor que yo esté en desacuerdo con el mundo, si el mundo tiene leyes injustas, antes que estar en desacuerdo conmigo mismo, pues yo, luego, conmigo mismo, debo seguir conviviendo; yo, luego, vuelvo a casa y tengo que mirar a los ojos a mis hijas. Así que sigo reflexionando en lugar de actuar.

La urgencia del jefe, dónde está la urgencia de actuar, donde estará ahora el jefe y a qué nivel estará la urgencia. Y mientras tanto me estoy calmando, ojalá también el chico esté reflexionando y calmándose. Ya ha pasado media hora, casi 40 minutos, y menos mal que el jefe no ha venido aún, pendenciero, decidido, resuelto a cogerle y sedarle y atarle y despacharle. Alguna llamada telefónica le habrá retenido. Por suerte, el chico mientras tanto ha reflexionado y se ha calmado. Se me acerca y me dice: vale, si no hay alternativa, me voy al otro hospital.

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De vuelta, voy pensando en ello. Creo que ciertos lugares, ciertos hospitales humillantes, modelan mediante sus prácticas coercitivas una peculiar antropología de los pacientes. Desde el momento en que se ata a un enfermo ya no será el mismo: a partir ese momento, resultará más difícil que sea posible superar la crisis sin coerción. Es lo que me ha pasado a mi con muchos pacientes que ya han sido atados en otros ingresos. Los pacientes que ya han sido atados, casi siempre saben cómo acaba. Saben que su crisis será una guerra, una lucha entre ellos y los sanitarios. Así que anticipan los acontecimientos. Provocan la contención. Se hacen atar.

Y también pienso otra cosa. Pienso que ciertos lugares humillantes modelan, con sus prácticas, una peculiar antropología de los operadores. He vivido esto en primera persona, antes de saber qué el fenómeno había sido estudiado y definido como el efecto Lucifer (que al fin y al cabo no es sino otro modo de explicar la banalidad del mal)… Todos los contextos institucionales (manicomios, cárceles, cuarteles militares..), en los cuales las personas pueden perder su humanidad e individualidad, pueden volverse malignos. Malignos en el sentido de poder transformar a una buena persona en una persona mala; un ángel en diablo. El efecto Lucifer es esto. La banalidad del mal. Es con esta maligna normalidad que lidiamos, en este trabajo, día tras día.

En un Servicio de urgencias indefinido un hombre ha sido atado a la cama con cuatro correas porque ha decidido que debe salir a toda costa. Incluso atado, nadie entiende como, consigue prender fuego a las correas que incendian la cama. Por suerte, los enfermeros se dan cuenta enseguida de las llamas y le salvan del auto de fe. Los médicos en sus discusiones sobre el caso deciden que su acto confirma que el enfermo era indomable, por lo tanto, atarle fue correcto. Se auto-absuelven, como es habitual, convenciéndose de que se trata de la prueba ulterior de que atar, aveces, es inevitable. No toman en consideración que, además de las cuatro extremidades, hubieran debido atar, uno por uno, los 10 dedos de sus manos.

Un día de agosto, en una planta de psiquiatría, un hombre de 57 años, atado a la cama, hizo el mismo gesto. Intentó liberarse, prendiendo fuego a las correas. En su caso, sin embargo, nadie se dio cuenta a tiempo de que el individuo atado, que ya era peligroso para los demás, mientras tanto, se había vuelto peligroso incluso para sí mismo. Y se había transformado en una antorcha, ardía como uno de los Cuatro Fantásticos; no sé si acabará siendo un superhéroe vivo o deforme; no sé si este hombre se convertirá en uno de los mártires de la contención; si su sacrificio servirá para poner finalmente fuera de la ley esta costumbre de atar a las personas.

El paciente que he descrito al comienzo era epiléptico. Padecía una epilepsia con síntomas psiquiátricos… La tarde anterior, pocas horas después de su ingreso, me había rogado con estas palabras textuales: yo compañero comunista, tengo que salir de aquí. Ayúdame a salir. No estás bien, le había dicho; estás en ingreso obligatorio; tienes que quedarte aquí, y le habías suministrado un calmante, que le había tranquilizado, aunque por poco tiempo. En efecto, por la noche cogió una mesilla he intentó romper la puerta del pabellón. Sólo quería salir. Para nada agresivo. Seguía repitiendo: yo soy pacífico, soy un comunista, sólo quiero vivir libre, yo. La psiquiatra de guardia ordenó a los enfermeros que le ataran a la cama. Pero él, el epiléptico comunista, tenía un mechero en el bolsillo y unas horas después prendió fuego a las correas. Fuego a las correas, no puedo evitar pensar que sería un buen título para cualquier cosa que se quiera escribir. El epiléptico comunista tuvo más suerte que el hombre antorcha. El sistema anti-incendios funcionaba. Compañero, me dijo a la mañana siguiente cuando le encontré atado y medio chamuscado: no me has ayudado a salir de aquí ¿Qué clase de compañero eres? Tuve que hacerlo. Tuve que hacerlo para mi libertad; no podía estar aquí como un preso hospitalario, secuestrado; tuve que prender fuego a las correas. Por otro lado, compañero, continúa, si la revolución no la hacemos nosotros los enfermos mentales ¿Quién la va a hacer? ¿Vosotros? ¿Vosotros que sois sanos? Aun siendo compañeros, razonáis demasiado bien para prender fuego a las correas. Así me dijo, lo juro.

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… está claro que la mayoría de los psiquiatras, tradicionales y pesimistas, no están en condición de captarlo. Les toca a las víctimas, a los locos, prender fuego a la nave, a las velas, al timón, a los amarres… a las correas. Esto es lo que hizo el comunista epiléptico.

Compañero doctor: ¡Fuego! ¡Fuego a las correas!