El concejo abierto y el comunal agredidos por la Constitución de 1812

En “Naturaleza, ruralidad y civilización”, libro que está encontrando una magnífica acogida, dedico bastantes páginas a explicar cómo y por qué la revolución liberal española se lanzó a destruir las principales instituciones populares de naturaleza consuetudinaria, esto es, autoconstruidas, asamblearias, comunales, fraternales, integradas en la naturaleza, no sexistas y autogestionadas, para imponer otras despóticas, militarizadas, individualistas, patriarcales, letales para el medioambiente y capitalistas. En aquél cito un buen número de fuentes y textos, pero en los cuatro años transcurridos me han ido llegando otros, varios de los cuales se estudiarán a continuación.

[Especial] 200 aniversario de la Constitución Española. ¡Nada que celebrara!
Uno es “Acerca de la organización de un espacio agrario tradicional: usos y costumbres en el valle de Cabezón de la Sal (1500-1820)”, A. Vara Recio (Santander 1995). En éste hay una frase clave, en referencia a la época que estudia, “un rasgo característico de los paisajes agrarios de casi toda España –sobre todo del norte- era la presencia, a veces agobiante, de tierras de propiedad colectiva en sus diferentes formas, que representaban un alto porcentaje del territorio productivo”. Vara admite la verdad a regañadientes, manifestando en la improcedente expresión “a veces agobiante” su hostilidad hacia el comunal, que aún así presenta como elemento clave del mundo agrario anterior a 1820, año en que entra en vigor la Constitución gaditana.
¿Por qué es “agobiante” el comunal? El autor no lo demuestra. Se limita a reproducir, como el 99% de los profesores-funcionarios, los tópicos hostiles a la ruralidad y sobre todo infundamentados por completo que acuñó el ilustrado Jovellanos, ministro de Carlos IV, en su “Informe de Ley Agraria”, de 1795, que ha servido, entre otras cosas terribles, para convertir los 4/5 de la península Ibérica en un desierto hórrido y desarbolado.
Podemos estar seguros que era muy extenso el comunal, esto es, el conjunto de bienes de producción (no sólo la tierra) que eran regidos por las y los vecinos de los pueblos por medio de la asamblea vecinal, el concejo abierto. Si no se gestionan desde el concejo no son comunales. Que lo admita un autor como Vara es muchísimo, dado que no deja de introducir apostillas subjetivas y tendenciosas en contra del mundo premoderno popular rural, al que tilda de “pobre” en lo económico, “atrasado” en lo tecnológico y con “bajos rendimientos” productivos, asertos en gran medida ideologizados, tendenciosos y arbitrarios, que ahora no podemos detenernos a refutar, remitiendo a la lectora o lector a mi libro antedicho.
El gran mito, farsa y mentira de las revoluciones liberales, urdido por quienes las hicieron para ampliar el poder del Estado y lanzar el capitalismo, es que antes de ellas prácticamente toda la tierra estaba en manos de la nobleza y el clero, de modo que los campesinos eran “siervos”, a los que textos político-jurídicos como la Constitución de 1812, “liberaron”. Esa es la mendaz “teoría del feudalismo”, una falsificación de la historia tan desvergonzada como descomunal, en particular si se aplica a nuestro caso, la cual será refutada en otra ocasión.
Que la tierra antes de 1812 fuera toda o la mayoría de la nobleza y el clero es tan incierto que hasta autores como Vara lo han de admitir. David E. Vassberg lo niega categóricamente, mofándose de esa atrocidad, en su excelente trabajo “Tierra y sociedad. Señores “poderosos” y campesinos en la España del siglo XVI” (Barcelona 1986), que hasta en el título pone en cuestión que los señores (“feudales”, añadirán los bien adoctrinados) fueran poderosos, al colocar este vocablo entre comillas. No lo eran precisamente porque la gran mayoría de la tierra y los medios de producción resultaban ser de propiedad colectiva y comunal, esto es, de las clases productoras agrarias, entonces el 90% de la población. Con tales paparruchas la historiografía progresista lleva muchos años engañando al pueblo.
No podemos saber qué proporción de las tierras estaba apropiada por el bloque de poder ilegítimo del periodo pre-liberal (Corona, nobleza y alto clero) pero sin ánimo de sentar escuela con el aserto me atrevería a señalar que en el siglo XVI, periodo que Vassberg analiza, sería menos del 20%. Más del 80% restante era popular.
La Constitución de 1812, como antes había hecho la revolución francesa, no sólo no dio tierras al campesinado sino que se las usurpó, se las robó por medio de leyes que provenían no de la voluntad popular sino de la hegemonía del aparato militar y policial, de la violencia ilimitada. Y lo hizo por millones de has. Aquí eso se llevó a efecto sobre todo por aplicación del aciago Decreto de 4 de enero 1813 (de título “Sobre reducir los baldíos y otros terrenos comunes a dominio particular”), también elaborado y promulgado por las Cortes de Cádiz, y la bandidesca Ley de Desamortización Civil de 1855. Éstas hurtaron literalmente la mayor parte de los comunales al pueblo, los privatizaron y vendieron. Así el Estado ingresó una masa monetaria colosal, con la que financió su monstruosa expansión tras 1812 y constituyó definitivamente el capitalismo.
Dicho de otro modo, el campesinado ha sido siervo sin comillas de los terratenientes y del Estado después de la revolución liberal, después de la Constitución de 1812 y por su causa, y no (o muchísimo menos) antes.
Pero el libro de Vara, en un alarde más de falta de rigor, ignora casi por completo a la institución concejil. Acudamos a otra monografía sobre Cantabria que sí la cita, “Toranzo, datos para la historia y etnografía de un valle montañés”, Mª del Carmen González Echegaray (Torrelavega 2000). En ella leemos “el régimen de gobierno de la Montaña era el Concejo abierto... en esas asambleas, se trataban de las cosas más variadas” entre otras, añade la autora, la gestión de los “bienes comunales” y además “se sacaban a subasta las tabernas y los mesones, lo mismo que los molinos”. Esto quiere decir que muchos más bienes de producción, además de la tierra, eran del común, de las y los vecinos.
También podemos decir: en el mundo aldeano el pueblo autogestionaba su vida económica local. No siempre se subastaban y arrendaban por un año (ésta era una costumbre nueva, quizá no anterior a los siglos XVII-XVIII, y negativa, pues manifestaba la regresión de tal orden social en esas centurias), a veces se utilizaban con sistemas colectivistas de trabajo.
La autora pasa a explicar los pormenores del funcionamiento del sistema asambleario concejil, según Ordenanzas relativamente modernas ya, lo que incluye pérdidas de soberanía de aquél. Señala que junto al poder concejil, enfrentado y al mismo tiempo coexistiendo con él, estaba el poder señorial o real. Exacto. Era aquélla una sociedad de doble poder, popular y no popular a la vez, mientras que la actual, la que ordena el retoño en vigor de la Constitución de 1812 (la actual Constitución, de 1978), es de un solo poder, el del Estado-capital, sin que el pueblo participe en la toma de decisiones, ni en el gobierno de la cosa pública ni en la dirección de la actividad económica, pues las elecciones son una farsa, y la empresa es una dictadura del empresario, personal o grupal, y sus brutales agentes.
Sobre otro territorio cántabro se nos dice lo mismo, en “Tresviso, historia y documentos”, Javier Ortiz Real (2000). Al analizar la historia de esa población en los siglos XVI al XVIII expone, “la principal institución de gobierno local de Tresviso estaba constituida por el concejo, es decir, por la asamblea de vecinos que se reunía para tratar de la ordenación de las actividades de interés común”. Luego añade que la autonomía del concejo, si bien real, “se veía limitada por el hecho de estar sujetos (los vecinos) a un régimen señorial, lo que en la práctica constituía un límite al autogobierno, pues el nombramiento del juez-alcalde correspondía al señor y no al concejo, aunque éste lo propusiera. No obstante esta limitación la autonomía del concejo era prácticamente plena para su autogobierno, siempre, claro está, dentro de la observancia de las leyes generales del reino, que afectaban tanto a los territorios realengos como de señorío”.
La cita es larga pero adecuada para exponer la situación de doble poder que entonces existía, con algunas puntualizaciones. En primer lugar, el señor de Tresviso designaba juez-alcalde escogiendo entre varios vecinos designados por el concejo y no con mayor libre albedrío. Además, el juez-alcalde no podía detentar más poder que el otorgado por la asamblea, de la cual era mero agente ejecutor. A eso se une que el señor no vivía en Tresviso, sus agentes en la zona era escasos y sin potestades reales de peso, y los tributos específicamente señoriales escasos, como se puso de manifiesto al aplicarse el Decreto de abolición de los señoríos promulgado por las Cortes de Cádiz en 1811, que no tenía otro fin que centralizar y homogeneizar más al Estado, haciéndole en todo lo más parecido posible al aparato militar, que era la meta obsesiva de dichas Cortes.
Ortiz estudia sobre todo las Ordenanzas de Tresviso de 1738, debatidas, redactadas y promulgadas por el vecindario reunido en concejo, pues una comisión de cuatro personas designadas hizo la primera redacción, que luego fue leída públicamente, siendo enmendadas y aprobadas en asamblea. Este caso prueba la superioridad del régimen concejil sobre el parlamentarista actual, donde los políticos profesionales se apropian de todas las tareas legislativas y de gobierno, que les son arrebatadas al pueblo. Lo que supone decir, el parlamentarismo existe para impedir la participación popular en los asuntos públicos. No es una democracia sino una dictadura.
La revolución liberal y la Carta de 1812 se hicieron precisamente para eso, para desalojar al pueblo de los espacios, parciales, más o menos desfigurados e incompletos pero muy reales, de soberanía y autogobierno, de colectivismo ayuda mutua y autogestión, que todavía mantenía en el siglo XVIII, como herencia de la gran revolución civilizadora de la Alta Edad Media.
¿Es el régimen concejil y comunal creación de la primera Edad Media? Sí, y así lo manifiesta José María Hidalgo Guerrero en “Villamor de Riello. Un antiguo concejo leonés en la comarca de Omaña” (Villablino 2009), libro de provechosa lectura para los desinformados o descreídos en estos asuntos. Su autor utiliza la expresión, con tono laudatorio, “el medieval Concejo Abierto”, para lo cual se sirve de la magnífica tradición del concejo abierto, y de estudios sobre el concejo abierto, que hay en todo el País Leonés.
Viajando hacia el sur, veamos lo que se expone en “Historia y vida de una Villa de Abadengo, Arroyuelo, 1011-2011”, Roberto Alonso Tajadura (Burgos 2011). Arroyuelo es hoy una pequeña población burgalesa. Sobre su pasado el autor desarrolla los tópicos propios del academicismo, excluyendo al pueblo de la historia, que queda como escenario de nobles, prelados y reyes, según lo habitual, ya sea con intenciones apologéticas o como sucede más a menudo, “críticas”.
Tal historiografía, hecha para “denunciar” a los dominadores del pasado, curiosamente olvida al pueblo, y además nunca denuncia a los tiranos del presente, pues parte del axioma admitido por casi todas y todos los profesionales de la cosa (quien se niegue a ello es excluido y castigado), que la sociedad actual es perfecta, que ha surgido de poner fin a las dominaciones de antaño (el famoso “feudalismo”) y que en consecuencia debe ser vitoreada, y sólo vitoreada. Tal es el meollo de la historia “crítica” y progresista. Su desdén por la gente común pone a ésta en evidencia. Lo mejor del pasado inmediato es la potestad del pueblo de vivir por sí mismo, con autonomía y libertad, con facultad para gobernar su propia existencia, con autogestión de la vida económica y con capacidad para crear su propia cultura. Todo ello se daba de manera finita, impura y parcial, es cierto, pero dentro de los límites establecidos, era muy cierto y real. Hoy, por el contrario el pueblo está absolutamente subordinado, anulado, desustanciado y reducido a formas atroces de neo-servidumbre, de ilimitado poder en todos los ámbitos de la existencia.
Pero, con todo, Alonso no puede dejar de incluir esta magnífica frase, “a son de campaña tañida, los llamamientos a concejo se realizaban con relativa frecuencia y los acuerdos se tomaban por mayoría de votos expresados a mano alzada... La diversidad de asuntos tratados en asamblea era tan enorme como dispar”.
La Constitución de 1812 fue impuesta precisamente para destruir un orden en que muy numerosos “asuntos (eran) tratados en asamblea”, para negar la democracia, para imponer el despotismo. En efecto, una vez más conviene hacer observar que sólo la asamblea de todas y todos proporciona un orden político democrático, mientras que el parlamentarismo, en cualquiera de sus formas, es una tiranía política y una dictadura partitocrática. No hay ni puede haber democracia cuando la vida política del sujeto medio se reduce a escuchar en silencio a los políticos de turno, a meter un papelito en una urna en el marco de una sociedad sin libertad de conciencia y a delegarlo todo en una casta corrompida, desvergonzada y codiciosa de políticos profesionales y altos funcionarios del Estado bajo la amenazante tutela de la policía y el ejército, preparados para repetir cuando haga falta lo de 1936.
El régimen concejil del pasado, con todas sus graves limitaciones, fue democrático, pero el sistema parlamentario es tiránico. La Constitución de 1812 se hizo para destruir el primero e imponer el segundo.
Asamblea es sinónimo de democracia mientras que parlamento lo es de dictadura. Por eso nuestra historia pasada no puede escribirse sin referirse una y otra vez al concejo abierto. Un libro de interés, marginado por el poder constituido a pesar de no buscar más que informar de manera parcial y sin ninguna pretensión de ir en contra del statu quo actual, es “Democracia directa municipal, concejos y cabildos abiertos”, Enrique Orduña Rebollo (Madrid 1994).
Es cierto que el concejo abierto, a partir de la Edad Media central y cada vez más, pasa a ser parcialmente soberano y se desnaturaliza paso a paso, al tener que compartir el poder de decidir con la Corona, pero aún así formaba una sociedad muchísimo más libre que la tiranía constitucional actual. Dicho libro muestra, aunque de manera incompleta y desfigurada, esa parte de nuestra historia que se nos ha ocultado.
Otro texto sobre el comunal es “La huella del agua en Ejea de los Caballeros”, Carlos Blázquez y otros (2003). Informa que incluso hoy el 95% de la tierra en Ejea (Zaragoza) es comunal, aunque el texto falla en el análisis al advertir que el 5% restante, formado por el terrazgo de regadío, el más productivo, ha tenido ese estatuto de siempre. No, la pertenencia particular se ha ido formando a lo largo de los siglos a partir del XIV sobre todo, pero sólo con la Constitución de 1812 adopta la forma jurídica de propiedad privada absoluta, esto es, burguesa, la peor y más incivil de todas las formas de propiedad privada. Leyendo el libo con atención se concluye que el proceso de privatización de una parte del término municipal de Ejea en realidad no ha culminado hasta el siglo XX. Asimismo, el libro yerra al valorar tan unilateralmente el regadío, ignorando que éste no es gran cosas sin estiércol, proveniente de una masa ganadera que ha de pastar en el secano necesariamente, espacio comunal.
Antaño, lo habitual era que sólo los huertos y la casa fueran de propiedad familiar, que no se ha de confundir con privada personal. Por lo demás, el libro citado desatina también al concentrase tanto en la cuestión de la tierra, pues luego ha de admitir que, por ejemplo, al menos un molino para la molienda de la sal en Egea era de propiedad concejil, debiendo haber muchos más bienes de producción de carácter colectivo que no cita.
Una expresión señera de las prácticas de autogobierno que superaban el plano local para alcanzar una naturaleza territorial fueron las legendarias Comunidades de Villa y Tierra, de Castilla y Aragón, formadas por una villa o ciudad cabecera y un cierto número de aldeas, a menudo muchas. En “La democracia y el triunfo del Estado” estudio con detalle la de Pedraza y su Tierra (Segovia) pero hay un libro útil para otro caso, “Patrimonios comunales, ganadería trashumante y sociedad en la Tierra de Soria, siglos XVII-XIX”, Emilio Pérez Romero (Salamanca 1995).
Señala que la Universidad de la Tierra de Soria, nombre que adoptó posteriormente la Comunidad de Villa y Tierra, se gobernaba por una Junta. Existían asimismo Juntas rectoras en los cinco sexmos en que se ordenó el territorio para su autogobierno, y cada una de éstas integraba a los portavoces de las aldeas, designados en concejo abierto, que trasladaban al ente supralocal las decisiones de los vecinos según los criterios del mandato imperativo. Finalmente, las Juntas de los sexmos establecían los contenidos y personas que iban a la Junta de la Universidad de la Tierra.
Era pues un régimen popular, o más exactamente, cuasi-popular, en tres escalones, el local, el de los sexmos o comarcal, y el de la Tierra o aproximadamente provincial, con la asamblea concejil municipal como cimiento y clave de bóveda del conjunto. Por tanto, ¿para cuándo un orden político similar, si bien mejorado, aquí y ahora?
Aunque con el tiempo se fue entrometiendo la nobleza y, sobre todo, la Corona, en esa expresión de autogobierno territorial de abajo a arriba, su liquidación definitiva tuvo lugar por la Real Orden de 31 de mayo de 1836, salida de la Constitución de 1812, que prescribía la disolución de las Universidades de la Tierra e instituciones similares, para poner en su lugar las Mancomunidades, Diputaciones y Ayuntamientos Constitucionales, esto es, entes organizados de arriba a abajo, férreamente militarizados al estar sometidos al despotismo del Jefe Político provincial, tirano formidable nombrado por el rey, que concentraba en su persona todos los poderes, una más entre las varias autoridades absolutas que establecía la Carta gaditana cuyo único fundamento era la jurisdicción coercitiva del ejército y de la Milicia Nacional.
De todo ello, entre otros muchos males, provino la “desarticulación progresiva del sistema tradicional de aprovechamientos comunales” en Soria, de tal modo que el XIX “fue un siglo de depredación forestal incontrolada”. Dicho a lo claro, la Constitución de 1812, además de destruir las libertades populares tradicionales, devastó el medio natural, destruyendo a gran escala y enorme velocidad el bosque alto autóctono, erosionando y desertificando la tierra. Asombra, pues, que los ecologistas celebren la Constitución de 1812, o lo que viene a ser lo mismo, guarden silencio ante los fastos del Bicentenario. Es de desear que cambien de posición.
Señala el libro, para terminar, que la resistencia popular en la antigua Comunidad de Villa y Tierra de Soria a los cambios a mucho peor traídos por la Carta gaditana fue multitudinaria, continuada y sangrienta, adoptando numerosas formas, mantenidas hasta la gran represión realizada por el franquismo. Este es un ejemplo entre miles de que la Constitución gaditana sepultó al país en una guerra civil casi permanente, que duró hasta 1952, cuando el franquismo vence al maquís.
Llegado a este punto se hará un comentario sobre “la idealización del pasado” que algunos censuran. Tales nada en absoluto tienen en contra de idealizar sin límites ni pudor, a tantos euros el piropo, el presente, el actual régimen de dictadura constitucional, parlamentarista y partitocrática del par Estado-capital, ni de idealizar lo que del pasado interesa para reforzar dicho régimen de dictadura, la Constitución de 1812 sin ir más lejos. Por lo demás, incluso lo mejor del pasado es presentado en mis textos sin embellecimiento utopista, al marcar no sólo sus lados positivos sino también los negativos y repudiables, pues de lo que se trata no es de retornar a los tiempos idos sino de construir el futuro como realidad nueva y magnífica, mejor y superior a lo mejor y superior del pasado.
Otro estudio que mucho enseña sobre la sociedad concejil y comunal destruida por “La Pepa” es “Pezuela de las Torres. Lugar y villa”, Matías Fernández García (1997). Esta pequeña población del noreste de la Comunidad de Madrid, que todavía posee un admirable patrimonio histórico y artístico, es estudiada allí con rigor. Su autor titula un capítulo “Concejo abierto”, y da noticia, entre otras muchas, de una asamblea concejil celebrada el 29 de junio de 1641 con el fin de dilucidar un asunto de mucha importancia para el vecindario, que tras el debate público de rigor se decidió por votación a mano alzada, con 95 votos a favor de una de las propuestas y 2 a favor de la otra (se usó el sistema de una casa un voto, no el de cada adulto, hombre o mujer indistintamente, un voto).
Con los datos aportados por Fernández se puede concluir que en ese tiempo, y más después, ya se daba en Pezuela una combinación de concejo cerrado (regimiento) y concejo abierto, lo que fue una de las fases de degeneración, por inducción de la Corona y los señores, del régimen asambleario primigenio.
Impresionante es la riqueza material que ha tenido el concejo de Pezuela hasta casi el siglo XX. Se puede decir que el vecindario vivía en un régimen de autogobierno económico y autogestión casi integral de los principales medios de producción, no sólo de buena parte de la tierra labrantía y de la gran mayoría de los montes. El concejo, esto es, la totalidad de las y los vecinos políticamente organizados, era propietario de la tejera, compuesta de horno y casilla, la posada, el molino harinero sobre el rio Tajuña, la fragua, la calera, el molino aceitero, la carnicería, el pósito municipal, la taberna, la abacería (tienda de comestibles), la escuela de párvulos y otros medios de producción, distribución o servicios. Existía también una Casa del Concejo, quemada en 1706 y que probablemente había sido levantada a finales del siglo XV, donde tenían lugar las asambleas concejiles con el decoro, la seriedad y la solemnidad requeridos. Reconstruida se demolió en 1954.
Todo ello, con la excepción del edificio consistorial y la escuela, se malvendió tras 1812 por imposición de las piráticas leyes desamortizadores que la Constitución gaditana impuso, pasando a ser propiedad privada y fomentando con ello el desarrollo del capitalismo y de su par necesario, el trabajo asalariado, en Pezuela y su comarca. Es verdad que cuando los estudia Fernández la mayoría de estos bienes se gestionaban por el régimen el arrendamiento anual, de manera que ya no eran hechos producir con trabajo libre asociado del vecindario, lo que expresa la decadencia, bien visible en el siglo XVIII, del régimen colectivista y comunal tradicional.
Si nos retrotraemos a una época anterior podemos estar seguros de que Pezuela de las Torres, integrante del Común de la Tierra de Alcalá, fue una comunidad humana autosuficiente, capaz de abastecerse de casi todo lo que necesitaba, dejando a un lado la sal, que lograba en lugares no demasiado alejados, y tal vez el hierro, aunque es bastante probable que explotase pequeñas vetas de este mineral, fundiéndolo para el abastecimiento local con carbón vegetal elaborado con leña de encina y quejigo de sus montes.
Esa plena autonomía productiva, ese vivir con los propios recursos, es uno de los fundamentos de la libertad. Sus habitantes, mujeres y varones, dominaban todos los saberes y técnicas que les permitían subsistir de lo propio, sin depender de nadie ni explotar a nadie, convertidos en seres de superior calidad precisamente por la posesión de tales conocimientos, productivos, políticos y relacionales, materiales y espirituales.
Contradiciendo esa gran patraña que es la teoría sobre “el feudalismo” el estudio destina un apartado al análisis de los pleitos de la villa contra el conde de Pezuela, que desde mediados del siglo XVII ejercía la jurisdicción en ella. Tales eran una expresión más del conflicto entre el concejo y el régimen señorial, en un sistema de doble poder caracterizado por la inestabilidad permanente. De esto se concluye lo ya sabido por otros muchos casos, que el poder señorial era débil y dependiente en el plano local, y que el vecindario, organizado en el concejo (aunque a veces pleiteaban los vecinos por su cuenta, solos o en grupos), acostumbraba llevar contra aquél una fuerte lucha legal (también alegal e ilegal), al promover denuncias, que eran vistas por los tribunales de la Corona, a la que los señores estaban del todo subordinados, y que a menudo ganaban los litigantes.
Ello cuestiona el embeleco del “feudalismo”, inventada para denigrar el mundo popular del pasado y enaltecer la revolución liberal, que pretendidamente nos liberó de éste...
La creencia en “el feudalismo” forma parte de la teoría del progreso, que es sólo eso, una teoría más, vale decir, una construcción ideológica sin fundamento real realizada con fines vilmente políticos, una invención para la propaganda, el falseamiento de la historia y la manipulación de las mentes.
El autor explica que con la desamortización de los patrimonios comunales y las aterradoras roturaciones y cortas de arbolado subsiguientes, los suelos antes “ricos en nutrientes y materia orgánica” se fueron erosionando, lo que hizo que “las cosechas empezaron a ser cada vez más pobres”. En efecto, la Constitución de 1812 fomentó la escasez y el hambre también al realizar la destrucción del medio ambiente y la degradación de los suelos.
Asimismo dedica una sección a la cultura popular, en particular a las muchas veces milenaria fiesta del Mayo, hoy prácticamente desaparecida, celebración del cortejo y del amor tanto como del deseo y el sexo, asunto de una complejidad y contradicción inmanente extraordinarias, que no pueden ser captadas por las muy empobrecidas y simplificadas mentes fabricadas en serie bajo la modernidad. Incluye varias de las letras y una porción de una partitura de dicha festividad popular en Pezuela. No hace falta decir que, por desgracia, la riquísima cultura de elaboración popular fue despreciada, ninguneada y finalmente arruinada por la Carta de 1812 y sus continuadoras hasta hoy.
Recuerda asimismo a uno de los grandes personajes de Pezuela, el pastor Telesforo Sánchez, del que expone que sus ocupaciones eran, entre otras, “cuidar las ovejas, mirar las nubes, observar a los pájaros, y pensar”. Véase, ¡pensar!, justo lo que está prohibido de facto hoy, bajo el régimen constitucional, que tiene por meta arrancar de cada persona las facultades reflexivas y cavilativas para hacer de él un bruto sin cerebro, así más dócil al Estado. Que en la sociedad concejil y comunal hubiese personas que pensaban de forma cotidiana es un timbre de gloria para ella, y muestra su superioridad neta en relación con la actual, en donde están en franca desaparición.
En el mundo tradicional popular rural premoderno, al dominar ampliamente lo comunal, apenas había costumbre de la propiedad privada, todo era de facto de todos y todo se compartía, con respeto mutuo, responsabilidad, autodominio del egoísmo, mentalidad frugal y no-hedonista por convicción interior, voluntad de esfuerzo y afán de servir a los demás. Fue la ominosa Carta gaditana la que introdujo aquélla, al imponer el capitalismo, haciendo a la persona posesiva, codiciosa y agresiva para con sus semejantes y, como consecuencia, solitaria, atormentada por el rencor, envuelta en un sinfín de disputas, conflictos y peleas, incapaz de convivir y amar, muy desgraciada en su vida particular y, por tanto, propensa a las depresiones y otras patologías del alma, que hoy nos trituran.
La convivencia, la relación, el afecto, el desinterés y el servir son grandes metas y grandes bienes para el ser humano, no el dinero, no la propiedad, no el poder, no el placer, no la felicidad. Con la afectuosa compañía de las otras y los otros paliamos, hasta donde ello es posible, la inmensa tragedia de ser y vivir como seres humanos, condenados a la finitud, la soledad ontológica, la muerte y la nada eterna. Ése es el gran consuelo y el gran bien que el capitalismo nos prohíbe, al hacernos a todas y todos enemigos obligados de todas y todos. Esa es la maldición que nos impone la Constitución de 1812.
Similarmente, lo propio de los pueblos peninsulares ha sido la asamblea y el gobierno por asambleas, no el parlamentarismo, una parodia bufa para intentar velar la tiranía de las elites del poder introducida por la Constitución gaditana. Nuestros antepasados, nuestras transbisabuelas y transbisabuelos durante siglos y quizá milenios, han asistido a asambleas gubernativas, han hablado claro y alto en ellas y han decidido sobre sus vidas. Si ese es nuestro pasado ése mismo ha de ser nuestro futuro, si bien adaptado a la realidad contemporánea.
Al preconizar la asamblea como única expresión de un gobierno popular y democrático avanzamos hacia el futuro teniendo en mente el debido afecto y respeto por quienes nos han precedido, sobre los que el texto constitucional gaditano vierte esa repugnante mixtura de odio convulsivo, hipercriticismo, nihilismo, destructividad, chovinismo de época e ignorancia tan propia de la modernidad militarizada, policial y capitalista. Debemos reverenciar y querer a nuestros antepasados, aceptando lo que de bueno tuvieron sus vidas y al mismo tiempo proponiéndonos ser mejores, modestamente mejores, dado que podemos valernos de la experiencia, positiva y negativa, que nos han legado. Pero la Constitución de 1812 conmina a que nos mofemos de ellos y escupamos sobre su memoria para terminar haciendo de nosotros subhumanos hiper-sometidos, criaturas-nada pertenecientes al Estado y a la clase empresarial.
Finalmente estudiemos un texto que, sin desearlo en modo alguno, realiza la condena más veraz, exacta y documentada, a partir del análisis concreto de realidades particulares, de la Constitución de 1812.
Es “En aquellos años. Guadamur a mediados del siglo XIX”, de Pedro A. Alonso Revenga, contenido en el libro “I Jornadas Visigodas, 27, 28 y 29 de junio de 2008. 150 Aniversario del descubrimiento del tesoro de Guarrazar” (2009). Guadamur es hoy una modesta población de la provincia de Toledo estudiado por Alonso a partir de la documentación sobre el siglo XIX conservada en el archivo municipal. Allí, en 1858, se halló el afamado tesoro de Guarrazar, tenido por el más importante de Europa para la Alta Edad Media, formado por un conjunto de coronas votivas visigodas de incalculable significación.
Comienza con las tantas veces repetida, en este tipo de trabajos, información sobre privatización y roturación de comunales, hecha en beneficio del Estado, que se apropiaba el dinero de las subastas. Apunta el trabajo que por su causa el municipio perdió “casi el cincuenta por ciento de los ingresos municipales”. Además, los bienes así particularizados fueron creando latifundismo, al concentrarse en manos de los propietarios de dinero, suceso ominoso para la libertad, dignidad y prosperidad del vecindario de Guadamur. En efecto, fue la Constitución de 1812 la que ocasionó lo fundamental del latifundismo, llamado a tener efectos tan penosos en nuestra historia inmediata.
La frase clave, larga pero imprescindible, es la que sigue, “los cambios políticos en ese periodo supusieron la desaparición del medieval Concejo Abierto y la sustitución de éste por el ayuntamiento restringido a los principales contribuyentes y en muchos casos siendo nombrado el alcalde desde la autoridad de Toledo. Aquel Concejo Abierto convocado a campana tañida en el que se reunía todo el vecindario, para acordar las normas de vida en común, desaparece. Alusión a este tipo de gestión municipal es el desaparecido refrán: “como el concejo de Polán (población cercana), que hasta el porquero tiene voto””.
Es imposible explicar mejor lo que es la Constitución de 1812 en los hechos: eliminación del orden concejil, establecimiento de un ayuntamiento designado por sufragio restringido, según el cual sólo un 5% aproximadamente de los vecinos varones del municipio, los dotados de poder de una u otra naturaleza, tienen derecho a elegir y ser elegidos, con la ciudad de Toledo inmiscuyéndose en todo, empezando por el nombramiento del alcalde al gusto y capricho de aquella figura tiránica que en nada se diferenció de los sátrapas del franquismo, el Jefe Político provincial, una de las grandes aportaciones de la Carta gaditana a la historia de la persecución y negación de la libertad política. Y además, la añoranza de las libertades de antaño, cuando en el concejo del cercano Polán hasta los porqueros tenían voto. Sí, lo tenían todas y todos los vecinos.
Sólo falta una aclaración, que todo ello se asentaba en el poder coercitivo del ejército y de la Milicia Nacional, estatuida esta última por la Constitución de 1812 como organización armada de las elites, sus criados y el lumpen para ejercer una violencia sin control ni límites contra las clases populares. Para hacerse una idea de las atrocidades cometidas por aquélla hay que recordar lo realizado por la milicia de Falange en la guerra civil de 1936-1939 y en la postguerra.
Es obsceno que se pretenda loar la Constitución gaditana arguyendo que puso fin al tormento judicial. Sí, lo hizo, pero sólo para multiplicar por infinito el tormento policial y militar, del mismo modo que eliminó la Inquisición únicamente para crear el Estado policial contemporáneo, aún peor que el inquisitorial precedente: tal es el “progreso” real de la historia, bastante diferente de lo que dice la pueril y embustera teoría del progreso.
Ahora la lectora o lector podrá comprender también por qué el constitucionalismo, la intelectualidad hiper-subvencionada y los modernos sin cerebro, manipulados desde arriba, acumulan tanto odio contra el Medievo.
Para comprender mejor la cuestión concejil hay que tener en cuenta que el régimen asambleario de autogobierno quedó abolido en las ciudades y villas ya en el siglo XIV, al imponer la Corona el concejo cerrado, o regimiento, nombrado por el rey. Sobrevivió en las áreas rurales, donde el poder del Estado era mucho más débil. Así se creó una significativa dualidad política, ciudad/campo, con la primera sometida al despotismo de la Corona y sus agentes, el alto clero y los señores, considerando que la inmensa mayoría de la población realizaba su existencia en el campo.
La revolución liberal y la Carta de 1812 se propusieron resolver esa cuestión, vale decir, eliminar los procedimientos asamblearios allí donde aún subsistían. Ese es el verdadero contenido de el “Informe de Ley Agraria” de Jovellanos, y no el aumento de los rendimientos agrícolas, formulación que es meta importante pero secundaria y subordinada respecto a la central, expandir el despotismo del Estado a todo el territorio, sobre todo a las esquivas e insurgentes zonas rurales, que sólo podían ser sometidas con un crecimiento enorme del artefacto estatal, y con la constitución de un cuerpo de policía especial para su sometimiento, primero la Milicia Nacional, luego la Guardia Civil, muchísimo más efectiva en esa lamentable actividad.
El Título I-Capítulo I, “De los Ayuntamientos”, de la Constitución gaditana ignora al completo el concejo abierto, negándole pues personalidad jurídica. Establece unos Ayuntamientos militarizados, sometidos al Jefe Político provincial, vigilados por su encarnación local y gestionados de facto por un funcionario impuesto, el Secretario, destinado a hacerse con todos las atribuciones en el día a día. El Jefe Político provincial es nombrado por el rey (art. 234). Se crea así una cadena de mando de tipo militar que subordina al Ayuntamiento a estos poderes, además de a la Diputación de cada provincia, facultada para inspeccionar las cuentas locales (art. 323).
Los alcaldes, regidores y procuradores son, en efecto, electivos, lo que no se dice del Jefe Político local (art. 312), pero por sufragio restringido de los varones, como antes se expuso. Las mujeres quedaban completamente excluidas, contradiciendo la gran tradición popular de participación igualitaria en las asambleas concejiles, como se expone en tantos fueros medievales, por ejemplo el de Nájera (La Rioja), del siglo XI, y en otros documentos de aquella edad. Ello manifiesta que dicha Constitución impone un patriarcado insufrible, igual que hace la revolución francesa, misógina hasta la locura. El 95% de los varones quedaban también fuera de la vida política, convertidos en seres sin derechos políticos, ni siquiera formales, de manera similar a los esclavos.
Tal es “La Libertad” que proporciona dicha Constitución, de la que quedan fuera, esto es, como oprimidos y dominados, como perseguidos y expoliados, el 100% de las féminas y el 95% de los hombres. Esto es lo que defiende y publicita el Bicentenario y sus serviles voceros.
Nótese que la Carta de Cádiz, primero, niega personalidad jurídica al concejo abierto, como forma indirecta de acabar con él; segundo, somete al ayuntamiento elegido al control de organismos y autoridades no elegidos; tercero, las elección se realiza por sufragio censitario, cosa que el texto oculta pero que la ley electoral complementaria desarrolla, aunque en esto la confusión prevalece en todos los textos.
La consecuencia es no sólo la ruina, como proceso, del régimen asambleario sino también de la autonomía y soberanía en sí del municipio, que quedaba inerme ante poderes foráneos de una potencia descomunal, al integrarse en un rígido orden vertical, jerarquizado, militarizado. De ese modo la gran tradición autóctona de autogobierno local, poder vecinal y toma de decisiones en la base es repudiada por completo. Cada aldea es rigurosamente subordinada a la capital de su provincia, y ésta a la capital del Estado, Madrid. El centralismo más opresivo triunfa en todo ello.
Pero, con todo, la reacción popular fue muy vigorosa, cosa que los maquiavélicos fabricantes de la Constitución de 1812 ya preveían, aunque probablemente no esperaban una contestación tan fuerte, general y persistente. Su estrategia para destruir el concejo abierto fue indirecta, dado que no lo podían prohibir, pues eso habría ocasionado un alzamiento armado general, de manera que lo que planearon fue una hábil maniobra de gran alcance, de marginación por un lado y, por otro, de destrucción de sus fundamentos de todo tipo, políticos, convivenciales, morales, económicos, culturales y otros. Similar proyectaron para el comunal, que fue liquidado poco a poco y no de golpe, aplicando la legislación con cautela y durante un dilatado espacio de tiempo, pues hasta bien entrado el siglo XX continuó activo el proceso desamortizador.
Eso explica que la institución concejil haya llegado, en ciertas áreas restringidas hasta nuestros días, aunque desnaturalizada e integrando a una cantidad ínfima de la población, y que todavía pervivan unos 4 millones de has de comunales, o quizá algo más, tras enajenar y convertir en propiedad privada una cantidad que, a contar desde la aplicación del Decreto de 1813, se aproxima tal vez a los 17 millones de has.
Eso se debe a la resistencia popular, que adoptó formas variadas, se sirvió de banderas políticas diversas y de plurales formas de lucha, pero siempre con una meta, resistir al Estado liberal y al naciente capitalismo, rechazar el centralismo, repudiar la misoginia impuesta desde el ente estatal, salvar el régimen asambleario y dotar de futuro al comunal.
La Constitución de 1812 hundió a lo que ella misma llama “la nación española” en una espiral de violencia y sangre, en una guerra civil perpetua, que comenzó en 1821 y terminó con la victoria del franquismo, siglo y cuarto de terror estatal casi ininterrumpido. Esto se pretende ocultar con la magnificación historiográfica de un conflicto menor, el que enfrentó a partidarios del liberalismo y adeptos al viejo sistema, pero eso no es nada prácticamente al lado del gran conflicto, el que opuso durante tanto tiempo al pueblo y al Estado liberal, esto es, a un Estado hiper-despótico, un dictador corporativo, el hoy existente.

[Especial] 200 aniversario de la Constitución Española. ¡Nada que celebrara!