En defensa de la anormalidad

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Este texto conformó el número 7 de Enajenadxs, una publicación intermitente que se extinguió en el momento en el que debió hacerlo. En defensa de la anormalidad salió a la calle con unos 2.000 ejemplares impresos, de los que luego se harían más fotocopias. Se tradujo al italiano, el portugués y el inglés (junto con posiblemente el griego, pero en este punto nos falla la memoria), siendo publicado también en algunos países de América Latina. Dicho de otra manera, se leyó mucho más de lo que se leen la mayoría de las publicaciones digitales actuales, por más cientos de retuits que tengan.

Recomendamos a nuestros lectores que tengan en consideración los años transcurridos y lo hagan con cierta perspectiva. El contexto en el que se redactó y el actual guardan semejanzas estructurales y distancias políticas evidentes. Más allá del estilo macarra que exigía el momento y cierta verborrea situacionista que ha envejecido de manera regulera, lo que queda claro es que detrás de esas palabras los corazones latían con fuerza. Traten de sentir el bombeo de la sangre más allá del brillo de sus pantallas.

«A mis anarcos queridos,
bajo bandera,
bajo mortaja,
bajo vinos
y versos interminables.»
Alfredo Zitarrosa

A mis amores de Bocanegra. Hermosa virtud esa de no juzgar.

«Quiero sentir algo que me huela a vida.»
Triana

«Probablemente es imbécil desde que nació. Un completo idiota… Roguemos a Dios porque así sea.»
Comentario del doctor de El hombre elefante, película de David Lynch.

[El presente manifiesto no busca provocar juicios estéticos, elucubraciones interpretativas o goce alguno por parte del lector.
La contemplación supone el fracaso en el intento de abordar el cambio: subvertir la realidad nada tiene que ver con jugar torpemente a interpretarla.
No se persigue ni más ni menos que una sacudida, una llamarada.
Estas páginas están felizmente condenadas a arder. Queda por escribir qué arrastrará consigo el incendio.]

[0] Planteamos a las claras la necesidad de despejar el terreno como primer paso en el inicio de un tercer asalto a la sociedad de clases. La labor teórica que asumimos es la de determinar nuestro lugar en dicho asalto, estudiar las potencias, los movimientos y las tácticas necesarias. A su vez, somos conscientes de que cada cual debe llevar a cabo esta tarea de localización por sus propios medios: nadie va a venir a hacerlo por nosotros.

Como psiquiatrizados en lucha, entendemos que el todo social tiene por eje la Norma. La relación de los sujetos con ella comienza desde los primeros años de vida, y no sólo a través de las instituciones de la familia o la escuela, cada vez la medicación con psicofármacos es más temprana: no es nada extraño ver a los médicos recetar tranquilizantes, como si fueran caramelos, a los niños más «revoltosos». Sin embargo, entendemos que existe un punto clave (que frecuentemente se produce en las cercanías de la adolescencia, pero que no tiene porqué ser siempre así) en el que una gran parte de la gente se plantea que hay algo en la Realidad que no acaba de convencerle a uno; a menudo, se llega a esta situación a partir de la mirada de los propios padres… esta suele mostrar que este mundo no es tan estupendo, que la vida no es necesariamente el don tan hermoso que tantas veces nos han repetido. Cuando la duda va tomando forma a base de ostias, de sufrimientos varios, desilusiones, palos y desesperanza, se suelen abrir dos caminos: por un lado, la autodestrucción con todas sus variantes (drogas, suicidio, ostracismo voluntario, etcétera), y por el otro, la inmersión —por un camino o por otro— en las redes del Sistema de Salud Mental.

Así, te sueles ver, sin acabar de saber cómo, en una consulta de la sanidad pública, en el gabinete de algún terapeuta de los mil pelajes diferentes que ofrece el mercado o directamente atado a una camilla en la sección de psiquiatría de algún hospital. Llegados aquí, suelen pasar dos cosas: bien uno es reducido médicamente y vuelve a incorporarse al funcionamiento social como si casi nada hubiera sucedido (lo cual suele ser más difícil cuanto más intenso ha sido el choque con la Norma), bien uno se introduce en esa espiral crónica (como se suelen encargar de recordarnos los médicos: «Dadas sus características, no deberíamos obsesionarnos con hablar de curarse, sino más bien de poder alcanzar un nivel de vida lo más grato posible») de caídas-recaídas, medicación y encierro involuntario. Cuando un sujeto que ha llegado hasta este punto se plantea la necesidad de hacer la guerra a la sociedad y su tirano concepto de normalidad, cuando un psiquiatrizado se declara a sí mismo —sin el beneplácito de ningún pastor revolucionario— psiquiatrizado en lucha, enfrentándose a los fármacos, a las órdenes judiciales o a la sucia autoridad científica, se afirma como sujeto revolucionario en este desierto de homogeneidad y desencanto.

La situación en la que se encuentra el psiquiatrizado en lucha es la de ser contradicción andante del Tinglado. Es el que dice: los amos a veces se equivocan, sus pronósticos y sus teorías científicas no valen un carajo: estoy aquí, no estoy muerto ni drogado, he vivido y vivo los infiernos de la Máquina y quiero ajustar cuentas. Aquí el sistema ha perdido su aire de inocencia, y ya es imposible que pueda nunca recuperarlo. Ya no tiene nada con lo que seducirle a uno. La democracia se presenta como la vieja ramera desdentada y cubierta de maquillaje que es [Nota de Primera Vocal: mantenemos el texto del orginal… la imagen a la que se hace referencia es un recurso gráfico clásico en el anarquismo de principios del siglo XX, ahora nos parece de mal gusto y un recurso nada afortunado]. Robada la salud, uno ya no quiere mercancías-chucherías, sino simple y llanamente venganza. He aquí la posibilidad de traer de nuevo el conflicto despojado de cualquier ansia reformista, de los discursos ciudadanistas y socialdemócratas triunfantes en nuestros días. Se inaugura un campo de batalla viejo como la historia del mundo. La Norma contra el loco al que no le da la puta gana morirse. Esta sociedad tan perfecta, tan inquebrantable y seductora, tiene pues un enemigo que la ha visto desde dentro y desde fuera, que no reproduce los comportamientos asignados, un fantasma que aguarda a la vera de los caminos con los dientes apretados.

Sabemos cómo funcionan los engranajes de nuestra ruina, ahora es necesario hacer de cada uno de nosotros un estratega. Desde luego, nos encontramos en una posición privilegiada: no nos comprarán subiéndonos los salarios, no nos callarán prestándonos espacios ni infraestructuras, no pueden negociar con nosotros por la sencilla razón de que ni siquiera nos pueden ver. El odio está demasiado dentro y no será fácil de extirpar.

No queremos hacer promesas de un mundo mejor. Queremos Otra Cosa, y eso supone incendiar el presente. Hasta entonces, no le encontramos sentido a especular más allá. No tenemos nada que vender, no pretendemos convencer a nadie.

No hemos llegado solos al dolor, nos caímos porque nos empujaron. Un mundo nos arrastró hasta el agujero, y un mundo pagará por ello.

[1] Para comprender algo en nuestros días, es absolutamente necesario servirnos de lo que se nos oculta.

[2] La necesidad de estrategia es ahora más evidente que nunca… El relámpago no viaja en línea recta.

[3] Nos hemos creído toda la mierda que desde críos nos han hecho tragar, hemos reproducido el sutil mecanismo de poder por el cual una imposición se nos convierte en valor. Pero desde que intuimos el funcionamiento de este mecanismo, podemos avisar de que inventar un nombre no es solucionar un problema. Somos el claro ejemplo de este hecho. Imbéciles, enajenados, idiotas, locos, débiles mentales… ¡Guerra al mundo que os declaró hace tanto tiempo la guerra!

[4] ¿Os acordáis cuando éramos canijos?, ¿cuando, en la escuela, todos los días algún niño vomitaba, y el bedel tenía siempre preparado un cubo de serrín?, ¿cuántos de vosotros vomitáis ahora en el tajo, en el aula, en la consulta del doctor?, ¿no comprendéis? Nos hemos acostumbrado al asco.

[5] Ingeniería del dolor. Han construido una realidad sin tuercas que anden flojas.

[6] Mejor ganando un mundo distinto del que perdimos, que habitando aquel basurero de sueños.
Mejor guerreando, que atrofiado, viviendo horas muertas.
Mejor en el delirio, que en la pesadilla cotidiana.
Mejor abriendo brechas, que dormitando en nichos.
Mejor loco, que zombie.

[7] Se hace necesario el orden. No entendido como imposición, sino como determinación. Construcción estratégica. Dejar de nadar en la mitad del océano. Se trata de atacar. Vivir.

[8] Toda la significación de la subversión viene a reducirse a la confrontación con lo normal. De ella surgen dolores y placeres; y casi nunca lo hacen a partes iguales. Saber dónde se está, trazar una geografía de la trama en la que uno está inmerso, es condición necesaria para no caer una y otra vez. Desplegar mapas que nos permitan reconocer a nuestros enemigos hace que podamos seguir vivos, que no pasemos a formar parte definitivamente del reino de los objetos.

[9] La apelación, por parte de los amos del mundo y sus voceros a las reglas del juego, no tiene para nosotros mayor consistencia. A estas alturas de la pesadilla, ya nos hemos dado cuenta de que jamás tuvimos opción de entrar o salir del «juego». Él abarca la totalidad de lo existente. De hecho, trabaja por dar forma a todo lo que potencialmente podría existir. Tales son las desmedidas capacidades del poder en nuestro tiempo. En la Era de Orwell, podemos afirmar que nuestros sueños están siendo vigilados. Los escondemos, los afilamos. Por eso no podemos acercarnos a la Norma, por eso no podemos renunciar a ellos. No podemos traicionarnos… o la dominación absoluta se habría consumado.

[10] Nuestra baza: la locura es difícilmente recuperable, ¿acaso puedes tú recuperar algo que no puedes comprender?, acaso todas esas ciencias del hombre moderno que juegan a diseccionarla, ¿son otra cosa que una cortina de humo tras la que esconder en las cloacas de su saber aquello que se les escapa?
La locura apunta tu mirada al preciso punto al que nunca quisiste mirar.
Por eso el loco emana arte y hostilidad, por eso no deja de serlo, y por eso está solo.
Riesgo.

[11] La guerra siempre se hace para ser ganada. Otro pensamiento en la cabeza del combatiente carecería de sentido.

[12] En la insurrección contra la dominación del homo normalis, es necesario afrontar el estudio de los distintos actos de poder que configuran nuestras vidas. No se trata de construir grandes teorías o de sistematizar totalidades (o global-idades), sino de analizar la especificidad de los mecanismos de dominación.
Tirar de las hebras para destejer la trama del Tinglado. Buscar instrumentos, huir de los sistemas. Gritarle en la cara a nuestros enemigos sobre la (su) verdad y otras mentiras.

[13] Cuando examinamos de cerca la psiquiatrización de la vida cotidiana, revelamos lo invisible del poder. De esta manera, concluimos que cuando un juicio no puede enunciarse en términos de bien y de mal, se expresa en términos de normal y anormal; y esta diferenciación en el seno de la sociedad se justifica apelando a lo positivo o a lo nocivo para el individuo.

La perpetuación y reproducción del homo normalis y sus dominios se consuma mediante la modelación de lo cotidiano por parte del poder. Lo cotidiano va desde el propio cuerpo de los sujetos hasta sus gestos, actitudes y discursos. Y se conforma mediante el ejercicio de las diferentes tecnologías operantes en la sociedad de la normalización. De estas, nos interesan especialmente la tecnología médica y la tecnología penal. En el oscuro oficio de los psiquiatras, ambas vienen a juntarse, demostrando cómo la práctica médica se interrelaciona con la ordenación legal de la vida cotidiana.

La consecuencia del despliegue del discurso psiquiátrico es la medicalización del comportamiento. Podemos dar cuenta de ella en la inferencia de la psiquiatría como tecnología auxiliar en un tribunal, o en el simple hecho de que el Valium sea parte fundamental del imaginario colectivo de Occidente.

[14] El diagnóstico médico no es más que una mentira cualificada. Ruedecita dentada que garantiza el buen funcionamiento del espectáculo.

Los médicos son policías. Brazos armados de un estilo de vida. Incluso van a menudo uniformados. Pastillas, bisturís, correas y electrodos deberían asustarnos igual o más que las pistolas. Y por descontado, deberían provocarnos el mismo desprecio y asco. Su impunidad, el prestigio social del que gozan, alimenta sin cesar la rabia.

A ambos esbirros, guarden la puerta de los cielos que guarden, les deseamos la misma suerte. El dolor nunca sale gratis, es una lección que hemos aprendido.

No, entonces la paz no puede interesarnos. Lo de poner la otra mejilla se lo dejamos a los espíritus mediocres que aún son incapaces de comprender nada. Además, aunque quisiéramos no responder, no nos quedaría otra cosa distinta del dejarnos golpear. No hay huída. Nos hicieron añicos hace ya tiempo. Somos así de intolerantes: no aceptamos sus medicaciones, ni sus encierros, ni sus terapias electro-convulsivas, ni sus bonitas y científicas palabras. Sobrevivimos una vez y hemos vuelto para pasar a cuchillo a nuestros enemigos.

¿A alguien le suena mal? Le invitamos a pasear por un psiquiátrico.

¿Deberíamos entender, ponernos en el lugar de nuestros enemigos de clase? Evidentemente no. Si ellos lo hubiesen hecho alguna vez, tampoco podrían dormir por las noches.

[15] El dolor se materializó hace tiempo. Todos tenemos ojos para verlo, los torturadores no pueden excluirse de esta observación. Cada cual debe replantearse su lugar en la Máquina.

No tengan miedo a perder su estatus los señores psicólogos y psiquiatras. Si siguen aniquilándonos, negándonos como las personas que somos, se arriesgan a perder algo más que una posición segura en esta realidad.

[16] Vamos a entrar en la historia y no nos pondremos bajo ninguna ley de excepción.

[17] Nuestros valores, en ningún caso, son ni serán los del mercado. No hay marcha atrás. Rechazamos de una vez y para siempre un mundo perfectamente organizado para el desencanto.

El mercado, caminando de la mano de la técnica (en nuestro caso, fundamentalmente de la medicina) se cobra en material humano las exigencias que la propia configuración (mercantil) de la sociedad supone. Nuestro sufrimiento en tanto que «enfermos mentales» no deja de ser un elemento necesario dentro de los flujos de capital que recorren las democracias occidentales. El espectáculo de nuestro dolor se traduce en gigantescos beneficios económicos, en cruel paz social: ¿a quién le va a interesar realmente que cese?, ¿a las farmacéuticas?, ¿a los terapeutas-empresarios?, ¿a los investigadores universitarios?, ¿a los jueces?, ¿a la policía?… La lucha contra el Sistema de Salud Mental no cuestiona parcialidades, debe ser consciente de que lo que plantea en última instancia es la destrucción de este mundo.

[18] A nosotros, la democracia nos dejó ver su verdadero rostro el día que entramos por primera vez en la consulta de aquella bata blanca.

[19] Ya sabemos, que lo que pensamos es peligroso.
Poner en evidencia la fragilidad de lo falso…
¡Alguna vez habrá que luchar a cielo abierto con los fabricantes del asco!

[20] La enfermedad mental no es una mera consecuencia de la organización social existente, sino un presupuesto de la misma. Tomar conciencia de esto es algo imprescindible para poder distinguir a nuestros enemigos: ya no habrá más verdugos inocentes.

Desquiciarse: vivir en un continuo estado de simulación, vivir entre la ida y la venida de un sin fin de imágenes vacías, sin absolutamente nada detrás, ruidosamente mudas. La locura no es un tiempo muerto, aunque no sea evidente, se trata de un momento más dentro de la máquina de producción y consumo.

[21] Reconocemos que hay un conflicto real entre nuestras cabezas —su funcionamiento— y la actual organización de la vida. En esto coincidimos con los especialistas ocupados de salvaguardar la correcta salud mental de la sociedad. Ahora bien, el trecho y agujero existente entre nuestro acá y su allá, cuya realidad ambos afirmamos, no vamos a recorrerlo jamás en su favor. No aceptamos reinserción alguna, no queremos adaptarnos a su vida ni aprender a respirar bajo sus consignas… bajo el reinado absoluto de la mercancía. Dentro de la guerra de potencias que es el mundo, optamos de manera decisiva por nosotros mismos y nuestros deseos. ¿Acaso le debemos algo a alguien? El dolor no se paga con sumisión, a ella oponemos el movimiento de la constante revolución por la que tomamos partido.

Autonomía y autovaloración contra la alienación democrática. Locura contra cordura mercantil. Rabia y desesperación desatadas contra el dinero y la infamia.

[22] La Máquina ha debilitado en exceso nuestra verdad, es decir: la negación de esta sociedad. Defenderla con buenas maneras es imposible. Malos tiempos. Es momento de comenzar a atacar.

[23] El miedo da lugar al dolor. O lo que es lo mismo… el dolor toma su presencia y su ser del miedo. Y el miedo siempre tiene un origen. Da igual si este es irracional, si es imprevisible o si apenas nuestras cabezas dan para pensarlo. Las dificultades en su comprensión, o incluso una posible inabarcabilidad que pudiésemos otorgarle, no salvan el hecho irrefutable de que viene de algún lugar. El miedo no es Dios, aunque acostumbre a comportarse como tal: no se da la existencia a sí mismo. En esta afirmación reside la esperanza. Esperanza que toma forma a partir de la siguiente constatación: el dolor es condición de toda nuestra verdad. Da igual si en nuestros días la verdad se legitima por la mayoría, es decir, por la cantidad. Nuestros días están construidos sobre la falsedad, de hecho son de todo menos nuestros, son espectáculo, el imperio de la no-vida. La defensa de nuestros pensamientos se ha hecho imposible, no se puede hablar con quien está imposibilitado para escuchar. Hemos tardado en comprender que gritar y patalear ya no sirve para nada. El diálogo está roto de cuajo, hay que dejar de dar golpes con la cabeza al muro de hormigón. Hay que dejar de hacerlo so riesgo de desaparecer, de dar la victoria absoluta al enemigo. Hay que pasar a la ofensiva.

¿Por qué seguir siendo, comportarse bajo las reglas de un juego que bajo ningún concepto es el nuestro? Un juego ajeno, en el que todo está dado de antemano. Un juego homicida.

[24] Derrota. Una vez que uno consigue avanzar arrastrándose más allá de sus límites, la fuerza que le mueve desconoce ley lógica alguna. Llegado a ese lugar desconocido, lo imposible adquiere la sorprendente virtud de ser posible.

No, nadie podrá juzgar nuestras acciones bajo la óptica del sentido común. La única garantía de que a un paso determinado le sucede otro, solo la da la razón del homo normalis. Y la razón es un juguete que en nuestras manos ha saltado por los aires.

[25] Contra lo existente, en última instancia, no tenemos nada más que decir NO.

[26] El diálogo con los amos no puede ni debe darse. El absolutismo de la mercancía no admite relativizar su posición, imposibilita cualquier comunicación porque toda refutación choca de frente con el propio sistema. Por esto mismo solamente se dan dos posibilidades: atracción o conflicto. Cuando el canto de sirenas de la seducción democrática falla, se desata la cacería represiva.

El capital no duda, se levanta sobre el fanatismo. La incredibilidad del equilibrio social, económico o ecológico del capitalismo se traduce en la infalibilidad de su sistema: absoluto e incuestionable… y absolutamente indeconstruible. Un jodido absurdo.

El capital permanece pero no convence. La coherencia interna no salvaguarda al sistema de su barbarie.

[27] El hombre ha llegado a ser una bestia de trabajo abandonada al vértigo de sus propias fabricaciones…

Maldita sea la Humanidad, malditos sus derechos y sus valores. Nosotros somos Otra Cosa.

¿Cómo llamarnos?, ¿qué somos estos locos que debieran estar muertos y nunca llegan a estarlo, que debieran ceder de una vez y no paran nunca de patalear?, ¿será que pertenecemos a una familia de innombrables?, ¿puede ser que esta locura nuestra, que este delirio anticapitalista, nos de la clave de la invisibilidad?, ¿dónde situarnos pues?, ¿en qué departamento o cajón?, ¿hay algún lugar para los psiquiatrizados en lucha dentro de la red de oposiciones con la que el sistema ha conquistado la vida humana?

Un secreto: la indeterminación recién descubierta, y con la que el propio sistema nos desechó, es nuestra potencia… ya que a sus ojos no somos nada, podemos serlo todo. Y eso es precisamente lo que buscamos.

[28] ¿Qué más ajeno a lo sistémico que el enfermo mental que busca su autovaloración en el enfrentamiento sin cuartel con el propio sistema?

Somos ese enemigo no calculado, esa máquina de guerra que el poder nunca contempló como amenaza y arrojó a su basurero. Por eso precisamente no entramos en la dialéctica desoladora en la cual las dos partes del conflicto se dan vida recíprocamente (pasando la crítica a ser parte de lo criticado), cerrando para siempre el círculo de la perdición. Somos y traemos la sospecha del caos.

[29] ¿Y a nosotros quién nos va a guiar, quién nos puede guiar?, ¿quién querrá erigirse como nuestro nuevo amo?, ¿querrán acaso convencernos de que también pueden orientarnos y clarificar un territorio que en buena medida podemos afirmar que desconocen completamente?

Hay que buscar las armas que el enemigo jamás pueda recuperar.

[30] UBI LEONES [antigua inscripción trazada en los bordes externos de los mapas de Roma]

¿Cuáles son los límites —a partir de los cuales persiste el peligro real— de la civilización occidental?

Estamos más allá.

Que vengan a buscarnos si quieren.

[31] Sin pastillas, sin electrodos, sin correas, sin cerrojos… ¿cómo asumirá la sociedad esa diferencia con la que le tocará vivir? La sola presencia de un mundo, de una complejidad no estructurada como la suya, provocará perturbación y terror.

(¿Será que aspiramos a terroristas? Ustedes dirán.)

[32] Nadie nos ha invitado, hemos salido de ese «lugar lejano» en el que nos confinaron. Nuestra sola presencia desenmascara la frágil artificialidad sobre la cual está edificada la realidad del homo normalis. Nuestra sola presencia es el primer paso en la destrucción del mundo.
La revolución que nunca se fue ya está aquí.

[33] En el fulgor de la batalla, ¿a dónde irán a buscarnos?, ¿acaso se les ocurrirá a los defensores de la Norma jugar al viejo juego de meterse en la cabeza del contrincante y pensar como él piensa? No, no son tan necios. Bien saben que durarían menos que nada.

[34] ¿Estamos lejos o cerca?
Tenemos la ventaja de que aún no se han aclarado.

[35] ¡Viva la loca anomalía, pues es anomalía salvaje!

Evocamos la gran contradicción de este capitalismo rancio y demasiado tardío en el que nos encontramos, la que involucra a su propia propaganda demócrata con la existencia de anormalidades: ¿cómo salvaguardar la unidad de la organización social frente a ese extraño y estigmatizado loco, y a la vez mantener la posición liberal que supone la vil creencia en una justicia e igualdad «humanas»?

[35] Lo queremos todo, pero no codiciamos nada.

Nada de lo que tomaremos por la fuerza calmará la sed. Sólo la destrucción podrá hacerlo, sólo la posibilidad de enfrentarse a un instante en el que no esperemos nada y todo pueda ser. Abrazar la dignidad.

[36] Si no nos tragamos sus pastillas: ¿cómo van a tranquilizarnos?

[37] No saber, no ver, no enterarse. (Sobre)vivir aletargados, vegetando; no vaya a ser que les salpique algo inexplicable… ¿qué harían entonces?, ¿acaso vivir?
La tierra está cubierta de zombies. El homo normalis apesta.

[38] «El odio es la antítesis del altruismo: un sentimiento que regula la economía de las relaciones sujeto-objeto salvaguardando la identidad del yo. Para vivir con propio respeto no sólo hay que amar sino también odiar, intentando destruir cuanto menoscabe nuestra dignidad».

[39] La miseria sobre-equipada hace enfermar.

La enfermedad parece ser la única forma de existencia que nos queda bajo la égida de la mentira organizada.

Y duele.

[40] Decisión: o nos diluimos en la historia, o pasamos a ser protagonistas de ella. La segunda elección sólo se entiende desde el riesgo. Podemos morir… o sobrevivir encarcelados, o quedarnos completamente solos, o volvernos locos-loquísimos. Esta posibilidad no puede negarse. Ahora bien, la primera elección, la aceptación de la miseria equipada de mercancías, sólo significa muerte. Nada más.

Consecuencia: si decidimos, debemos provocar miedo a quien debe tenerlo.

[Quizás sea este el único punto en el que nos declaramos demócratas: hartos de que el miedo sea patrimonio de una única parte de la población, defendemos la democratización del temor. Queremos perseguir con la misma saña con la que siempre se nos persiguió, y demostrar lo terriblemente real de nuestro dolor. Dar la vuelta a lo que parecía eterno, queremos pasarlo bien.]

[41]
• La vida presentada como una píldora que nos anestesia hasta el fin de nuestros días.
• El juego y el fuego como una potencia que nos permite abrir los ojos, entrar en contacto con el significado del no-estar-muerto.
• Descubrir a los Otros, esos indeseables que tanto amamos. Solidaridad, contrabando.
• Buscar las armas, abrir las salidas. Que el homo normalis se atragante con lo normal y lo patológico, que aprenda que a él también le pueden hacer saltar las lágrimas.

[42] Frente a lo que normalmente se dice, la droga no ayuda a uno a evadirse de esta realidad (si realmente esto fuera así, andaríamos todo puestos sin el más mínimo reparo), más bien, su función es posibilitar la existencia dentro de ella.

Que cada cual saque sus conclusiones…

[43] Comprender. En la comprensión se forjan las armas definitivas del adiós a esta forma de vida. Una vez nos hemos dado cuenta de que o bien digerimos esta realidad de a poquito —huyendo de la pregunta que interroga por el cómo es que es así— , o bien reventamos en lo alto del cielo al tiempo de haberla colado en nuestro interior, el camino deja de poder ser recorrido hacia atrás. El tiempo queda abierto como la herida fresca dejada por un filo osado. Y entonces, todo puede ser.

[44] El hecho de que este mundo sólo pueda ser asimilado en pequeñas dosis, su letalidad, se manifiesta en los ojos de quienes han intuido cómo funciona. La nada se queda incrustada en las retinas. La perspectiva, convertida casi en privilegio militar, impone el precio del desencanto y la fractura a todos los que miraron y algo se les rompió dentro.

[45] Hay que aprender a no correr hasta que uno no sepa que efectivamente está siendo perseguido. De esta manera, se hace más difícil ser atrapado.
«El miedo puede ser un aliado, pues te hace ser más cauto y astuto. Pero si te cagas encima, el enemigo te encontrará simplemente siguiendo el olor a mierda.»

[46] Los niños juegan al escondite. Uno de ellos ha sido sorprendido en su guarida, ante la acechanza de su delator se cubre los ojos con sus pequeñas manos. Piensa que al no poder ver, el otro no lo descubrirá. Deduce erróneamente la invisibilidad de la invidencia, pero en el fondo sabe que ya está atrapado. Y sin embargo, repite ese gesto impotente: esconde su rostro, rehúsa mirar. Pues bien, el partido de la subversión, no lo será hasta que no aprenda a superar este error.

[47] No más consuelos.

La consciencia es la chispa que prende la mecha. Una vez comienza la ignición, los telones se desmoronan uno a uno. El lenguaje del mundo deja de estar cifrado, la desencriptación supone comenzar a ver, y descubrimos que todo esto no es un mal sueño, sino una perpetua pesadilla.

El homo normalis no vive, sólo espera. El hecho de que conozcamos esto y él no, nos hace diferentes. Distintos mundos, distintas estirpes. Como debe comprender, a nuestros ojos, está claro quién ostenta la superioridad. Se trata de una cuestión de honestidades, esta civilización de falsedad ha durado demasiados inviernos. La mentira debe dejar paso a otra cosa. La locura es nuestra candidata. Comprender significa ver las cosas como son, abandonar la condición de engañados, descubrir la mano de la mercancía en cada porción de la realidad. Aprender su significado. Hacerla caer.

Una vez nos hemos escindido de esta sociedad y comenzamos a conspirar entre iguales bajo la luna, florecen en nuestros corazones la rabia y los sueños. Estos necesitan de la primera para ser perseguidos. Sin rabia contrapuesta a lo existente, uno es un zombie: caga, duerme, trabaja, bebe, folla, compra, reza… vive en un cementerio y se rodea de carroña; sus días son interminables rituales mortuorios cuya única finalidad es exaltar la aniquilación. La ira sin sueños es un despojo gratuito, los sueños sin el aliño salvaje de la negación son quimeras. Y ambos, como cuchillos fabricados con hojas hechas de noche estrellada, uno en cada mano, son nuestros tesoros, nuestra amenaza.

[48] Contra la óptica higiénica del homo normalis, es imprescindible arriesgar desde el principio y para siempre todo.

[49] Los derechos humanos son concesiones. No queremos tener nada que ver con la jodida humanidad. Somos Otra Cosa. En la seguridad de este hecho reside nuestra resistencia a morir. El ser humano ha acabado por ser el ser normal, y conocemos de sobra la vida que diseñó para los de nuestra calaña.

[50] No intentamos salvar a nadie. Los zombies suelen ser felices con su condición. Arrímate a los tuyos, descúbrelos entre las sombras. Respira con ellos, forma una banda, asalta las ciudades.

[51] Fraude: así explicamos el actual espectáculo de las relaciones entre personas. Un escenario lleno de humo, un engaño tosco y mal urdido.
Deseamos convertirnos en maestros de herejías.

[52] Abrir los ojos: aguantar una lluvia de ácido. Debemos verla venir y actuar en consecuencia.

Nada que ofrecer, nada que recibir. Así funciona la comunicación en la maldita ciudad. Da igual cuanto creas o cuanto hayas creído. La única fórmula válida es la de la decepción. La demolición se repite una y otra vez, y sin embargo nada se acaba de caer del todo. El sucio globo gira y gira. ¡Arded!

[53] La Norma está en todas partes.

Sí, también vive en los colectivos «anticapitalistas», en los sindicatos «revolucionarios», en las «coordinadoras» redentoras, en las casas okupadas, en la «organización difusa», en el seno de los saboteadores nocturnos, en los «grupos de afinidad»… Desilusión. Realmente fue una estupidez el llegar a pensar que es lo mismo (o ni siquiera que se acerca) el decir que uno se opone a algo, que el oponerse realmente a ese algo. Y así buscamos refugio en militancias del vacío, para desolarnos con la constatación de que el homo normalis ya había extendido su discurso hasta las entrañas de sus presuntos rivales. No existe ningún terreno liberado de antemano. Hay que pelearlo.

El homo normalis es un administrador, un contable que hace balance de las inversiones. Esta actividad florece en cualquier lugar donde se detenga nuestra mirada, las etiquetas ya no significan nada.

Nuestra ruina ha sido quedarnos sin nada que ofrecerle.

Y sin embargo, preferimos celebrar esta nuestra pobreza que echarnos a llorar.

[54] Es un error capital, que escocerá de por vida, el haber buscado amigos donde solamente podía haber conocidos o saludados.

La apariencia no tiene valor cualitativo. El gesto que reproduce la apariencia, tampoco.

En el ghetto político antagonista (Nota de Primera Vocal: este es un concepto concebido por primera vez en el panfleto Ad Nauseam, esperamos que los lectores puedan intuir su significado, hace referencia a los contextos humanos inmovilistas que se generan dentro de las luchas sociales, tanto por nuestra propia estupidez como por el hecho de pelear en unas condiciones sumamente hostiles), se reproducen mecánicamente los comportamientos sobre los que funciona la sociedad criticada. Así, se establecen normas, roles y patrones, siendo frecuente la aparición de mecanismos de exclusión que no son sino hijos bastardos de los sistemas de construcción social. En este contexto, preferimos ser marginados-marginados (marginados al cuadrado), que marginados-marginadores. Es cuestión de elegancia revolucionaria. Honestidad.

[55] En una realidad organizada espectacularmente, las imágenes por sí mismas no valen una mierda. El homo normalis puede tener «apariencia revolucionaria», ser okupa o vestir de negro y llevar puesta la capucha. Lo esencial se mantiene: la razón mercantil con la que administrar el mundo, el cálculo de rentabilidades. Y la enfermedad no tiene nada que ofrecer, no hay ningún canje posible con la sonrisa de la normalidad (venga de quien venga). Sobre la mesa, sólo podemos poner la mala ostia, las ganas de atacar que hemos ido construyendo sobre las ruinas de nuestro dolor.

Luchamos contra la guerra psicológica que esta sociedad ha desatado, y esta es una lucha que casi nadie quiere ver. No hay mártires ni grandes gestas que relatar en los «medios de contrainformación», la batalla es clandestina, cotidiana y a muerte, y cuando la gente va cayendo, y la cárcel está dentro de uno mismo, y el uniforme azul se cambia con la bata blanca, los demás siempre miran a otro lado. Pareciera que la enfermedad da más asco que el asco que da este mundo.

Se cumple el primero de los objetivos militares de nuestros enemigos y su sucia guerra: aislamiento.

[56] Hemos gastado nuestros días buscando la potencia entre las ruinas y la chatarra, pero finalmente nos hemos dado cuenta de que no era ahí donde debíamos buscar. Lo que perseguimos no puede habitar en ese mundo miserable que no es nuestro, y cuyo telón de fondo es una snuff-movie eternamente en play. Su esbozo se encuentra acá, en esa estrella a punto de estallar que cada uno de nosotros lleva sobre sus hombros. Podemos afirmar que ahora, que hemos perdido un mundo entero y maldecimos con toda la fuerza de nuestras almas, nos encontramos en disposición de conquistar uno nuevo, uno propio.

[57] Consideraciones sobre el ataque:
• Ataca de tal manera, que para cuando saltes sobre tu enemigo y él tome conciencia de la situación, tú lleves ya tiempo atacando. Solamente así sus posibilidades de respuesta pueden desvanecerse, solamente así para él es todo imprevisto, mientras que tú ya lo has visto todo.
• El enemigo casi nunca es obvio. No al menos en una guerra larga como la nuestra, en la que se da la paradoja de que golpear puede incluso ser reconfortante para nuestro contrincante. Este es un cuerpo, un organismo que hay que diseccionar para dar con los puntos débiles —que no inocentes—, a los que atacar.

[58] Siendo lo suficientemente audaces para entender el funcionamiento del mundo, queda por delante todo un camino a recorrer, con la sola y única intención de poder vivir una vida. Conflicto.

[59] Asumir las contradicciones. Y en consecuencia, el dolor de vivir con ellas. Lo que se siente tan adentro no puede esfumarse del todo jamás. Siempre quedará un ascua ardiendo. Presta a incendiarlo todo. Sin concesiones, sin que importe cual sea el maldito precio.

La tensión hace añicos los nervios. Nos avoca a la soledad. Nos vuelve locos.

De momento, no encontramos nada distinto al reventar. Fin del trayecto al que un mundo y sus valores nos han llevado a patadas. Siempre supieron bien lo que se hacían.

[60] Una manera de vivir ha fracasado. La estandarización es el nombre de la coacción tras la experiencia de los campos de concentración. Uniformidad democrática. El concepto de existir se traduce en obediencia. Mirad las calles. Mirad las televisiones. Mirad los despojos sin voluntad en que los hombres se han convertido. Nuestra enfermedad es testigo, es juez y dicta sentencia: una manera de vivir ha fracasado.

[61] No ofrecemos una nueva gestión de la realidad. No ofrecemos ninguna alternativa mesiánica a lo que hay. Exigimos el fin de la infamia, el ocaso de la civilización occidental, la muerte de una forma de vida (o de no-vida, mejor dicho) y del hombre que la ha construido. La era del homo normalis debe ser barrida antes de que en su estupidez haga explotar el planeta entero. Desde la enfermedad gritamos a favor de una mutación antropológica, la única Revolución digna de llamarse así. Es simple: queremos vivir nuestras vidas.

[62] El homo normalis es un ser esencialmente cobarde. Un matarife escondido tras la obscena sonrisa de las buenas intenciones. La tarea: desenmascarar.

[63] El revolucionario es un suicida que no acaba de aceptar el destino que la Máquina le ha dictado.

Se trata sencillamente de demandar una vida que merezca la pena ser vivida.

Quien niega totalmente esta sociedad, afronta ya el riesgo de morir. La lucha contra lo que hay es un adiós armado. O la guerra, o el suicidio.

[64] No esperar nada no significa acostumbrarse a perder.

[65] Traeremos la tormenta en nombre de nuestro amor. Que nadie lo intente diagnosticar, jamás le saldrían las cuentas.

Nos perdimos en la locura. Fuimos engullidos por ese bosque al que salimos a pasear. Hace unos días, hace unos meses, encontramos un caminito sepultado bajo las hojas del Otoño. Caminamos, y seguimos haciéndolo. Nos acercamos lentamente al linde. Podemos asegurar que no vamos a caer. Prepárense, ya llegamos.

¡Larga vida a los niños luchando!

Marzo, años 19 de la Era Orwell