Neuromancia terapéutica Una conversación con Wiliam Flore Flore

1 La conversación y entrevista se realizó cuando Wiliam se encontraba prisionero en y de la Unidad Terapéutica Educativa (UTE) de la cárcel de Villabona. Tal como él mismo me comunica once años después, antes de volver a proponer este texto: “Ahora no tengo ni el mismo criterio sobre la UTE, ni las ataduras de entonces: por ataduras me refiero a poder sufrir represalias”. Siguiendo el trabajo de los autores del libro El Socioanálisis Narrativo (Kaxilda, Enclave de Libros, 2017) podemos decir que el territorio de las identidades de resistencia es extenso y variado: Las identidades de resistencia tienden a asociar la fuente del sufrimiento con los dispositivos aflictivos que lo originan y, para afrontarlo, construyen y refuerzan un momento identitario concreto.

Las historias narradas por Wiliam, en la multiplicidad de identidades que se cruzan, son veredas que llevan a desvelar la variedad de los dispositivos que se esconden y actúan detrás del mito narrado por la institución penitenciaria española sobre el nacimiento de la UTE como una cárcel más humana. La desobediencia de Wiliam resiste y desafía el orden simbólico instituido, tanto dentro como fuera de la institución carcelaria, de donde se fuga y retorna. El consenso o la sumisión que la UTE busca mediante su sistema de represalia, concediendo beneficios a cambio de obediencia, es una de las cuestiones centrales de mi trabajo y hubiese sido imposible enfocarlo sin las narraciones de Wiliam y de quien resistió dentro y fuera de Villabona, a lo largo de los cuatro años que pude entrar en la cárcel como investigador. Solo con ellos y ellas será posible responder a una pregunta clave para abordar la UTE desde una perspectiva abolicionista:

¿Estas identidades resisten para mantener o restablecer una condición anterior o luchan por instituir una nueva?

A veces parece que el relato tiene una voluntad, la voluntad de ser repetido, de encontrar un oído, un compañero.

Los relatos atraviesan la soledad de la vida, ofreciendo hospitalidad al que escucha, o buscándola.

Lo contrario del relato no es el silencio o la meditación, sino el olvido.

¿En qué consiste el acto de relatar?

Me parece que es una acción contra la permanente victoria de la vulgaridad y la estupidez. Los relatos son una declaración permanente de lo vivido en un mundo sordo

Y esto no cambia. Siempre ha sido así. Pero otra cosa que no cambia es el hecho de que a veces ocurren milagros. Y nosotros conocemos los milagros gracias a los relatos.

( Vera, R., Veredas, Itaca, México D.F, 2005.)

Wiliam había regresado la semana anterior de su “viaje” de cinco meses a Lisboa. Un viaje que según la Ley se llama “quebrantamiento” y que según Wiliam era una “manera de seguir viviendo, de sentirme vivo, sin ahogarme en la angustia de veintitrés años de prisión, teledirigidos en las prisiones de España. Cinco meses para querer ser yo”.

Su experiencia de reclusión viene de lejos, es un superviviente de la “generación de lo valientes”. Con Wiliam busco resituarme en la distopía terapéutica, trato poner límites a mi aparato ideológico de referencia y de acotarlo dentro de otro campo de acción. Me encuentro con un neuromante, que por su experiencia reclusa puede incidir sobre mi saber abstracto.

 “Fue, como si la ciudad, en su convulsión y su desgracia, hubiera generado espontánea y necesariamente ese minúsculo universo del alma, unas pocas ventanas intactas cegadas con pintura negra. Nadie quería ver la ciudad destrozada.”2

La idea es volver a empezar mi camino en la UTE, grafiarla de nuevo a través de la vida de otra persona. Con Wiliam no teníamos todavía una relación continuada en el tiempo , hacía poco que había regresado a “night City”, pero las pocas veces que habíamos cruzado palabra me había impactado su impresionante capacidad narrativa que perforaba la matriz institucionalizada de los relatos de personas reclusas que no habían vivido los años de enfrentamiento. En su relato emergía un pasado distopico en el que las torsiones vividas no habían producido, como con otras personas, vacíos mnemónicos.

“La acción de recluir se manifiesta también en el lenguaje. Al cuerpo recluso no se le quita solo la palabra; no se le prohibe solo la posibilidad de comunicar con el exterior. Además de la expropiación hay una verdadera torsión de la palabra. Entre los abolicionista de la cárcel hay quien se pregunta: “Toda la terminología de la reinserción social gira alrededor del eje simbólico da la palabra quitada, negada y devuelta. Una vez que se paga la condena, el incomunicado vuelve obtener la palabra, por lo menos formalmente, el derecho a la comunicación. Pero ¿se podrá colmar, y cómo, el abismo de incomunicación padecido en la cárcel?”3. Efectivamente la resocialización es un problema que crea la Institución Total, en el momento en el que de-socializa el recluso. Pero quien ha estado durante mucho tiempo en una prisión no tiene que colmar solo el abismo de incomunicación. Estará aún más en dificultad por las torsiones que la misma posibilidad de palabra ha sufrido. Se puede imaginar que la palabra que ha sido quitada pueda ser devuelta a quien le ha sido retenida; pero para la palabra torcida no hay remedio”.4

Cuando falta poco para embarcarme en el relato del viaje de Wiliam, tengo la sensación que me espera algo importante. Una ruptura que señala la entrada en otro estrato de complejidad de la UTE. Me aferré a lo leído.

“La acción de recluir se organiza con lenguajes sectoriales. El lenguaje judiciario emite la condena. El lenguaje carcelario, con sus cadenas definitorias, estructura el juicio que decide el destino del recluso. Todos estos lenguajes tiene el objetivo de separar cada vez más la persona reclusa de su comunidad lingüística de origen, hasta borrar su memoria. Se trata de un juego que devasta irremediablemente el que esté obligado a jugarlo, en el momento en que la identidad de una persona se forma precisamente a través de la comunidad lingüística, con la participación a valores comunes y comunes representaciones del mundo, es decir a comunes mundos de palabras. Para resistir a estas torsiones, los reclusos tienden a organizarse en microcomunidades lingüísticas. Estas, para los que adhieren, garantizan por lo menos una red de ejercicio cotidiano de la identidad no asimilada. Aún así, estos microsistemas sufren de un inconveniente: estar cerrados a cualquier otro lenguaje externo a la microcomunidad. En estos, dicho de otra manera, está vigente la barrera dicotomica nosotros/vosotros, y no podría ser de otra manera dándose la exigencia defensiva y protectora que crea las condiciones de vida de reagrupación. Al no darse una actividad creativa ni tampoco una hibridación comunicativa, el lenguaje que se habla en las microcomunidades reclusas resulta inevitablemente pobre, lleno de fórmulas y estereotipado, así como estereotipados son los mapas culturales que se fijan a través de este lenguaje”.5

Wiliam se resiste a la irrupción del estereotipo. Pone su barrera y construye su mundo imaginario y su realidad atravesando el lenguaje hablado y desembocando en poemarios y cuentos que lo hacen mago de la argumentación. Tiene la cara de un indio que se sienta con naturalidad frente al rostro interesado de un observador demasiado extranjero.

Hoy, durante el paseo por el patio, al profundizar nuestros orígenes de apasionados de la

filosofía, vamos sintonizando las frecuencias del diálogo. Es como si Wiliam necesitara probar mis aparatos auriculares antes de prestarme su voz. Sabe muy bien que el mejor lugar para hacerlo es el patio y yo me dejo llevar por su examen.

¿Hasta dónde podré empujar la reflexión? ¿Cómo se sentirá al hablar de un mundo del que acaba de salir voluntariamente para regresar a prisión?

Me inquietaba entrar en su historia: Wiliam llevaba pocos días de vuelta voluntaria de su

viaje. ¿Por qué necesitaba hablar con él? ¿Cuáles eran las razones de fondo de mi voluntad de saber? Y mientras estas preguntas revolvían mi foro interno, buscaba en Wiliam las afinidades necesarias para dar un sentido a la irrupción en su vida. Descubría su lenguaje y sus mapas dibujaban itinerarios claves para entender la geografía del control carcelario. La formula era sencilla: una entrevista, más bien una conversación. Con un neuromante no simplemente se conoce, sobre todo se entiende.

Cuando estábamos a punto de empezar, los altavoces de la UTE convocaron Wiliam al grupo terapéutico. Nos citamos para el día siguiente: “Tengo tiempo”, me dice riendo. “Aquí el mañana es igual al hoy. Esto sí, ven cuando no hay grupos terapéuticos, quiero que tengamos tiempo, los dos”.

Salí de Villabona y en el tren de vuelta de Tabladiello a Gijón, y absorto en la intensidad de un día carcelario, miré de la ventanilla: el imponente complejo metalúrgico de Acelor señalaba el futuro anterior de esta tierra asturiana, donde lo fabril produce el continuum entre ciudad y campo. Abrí mis apuntes y seguí leyendo:

“En la sociedad industrial, la cárcel es probablemente uno de los últimos lugares de producción de fábulas. No nos referimos a las fábulas como género literario, sino a la fabulación como modalidad de palabra, como forma originaria de la comunicación oral. También como étimo, fabular tiene origen en el verbo hablar, y es “bha” el sonido silábico indoeuropeo de su raíz. Es decir que la relación social en la que defluye la fábula es un encanto. El encanto del “bha”. Para los colectivos humanos inmersos en la oralidad, fabular era una manera de comunicar que todos practicaban. Solo después, con el afirmarse de la escritura, la fábula devino un repertorio de categorías homologadas como pre-racionales: para el pueblo, los niños, las mujeres. Ahora bien, a nosotros nos parece que, en las condiciones de internamiento, la fábula vuelve a ser un juego posible para todos. Durante la mayor parte de su tiempo, el recluso está cerrado en su celda. Generalmente con personas nunca encontradas anteriormente, con las que necesita entrelazar un contacto en el campo del imaginario. A veces con viejos compañeros de reclusión, con los que se entiende rápidamente.

En las instituciones penales la comunicación ordinaria puede reducirse a cien palabras; suficientes para administrar cotidianamente la vida. Entre reclusos que ya se conocen, también este lenguaje reducido puede resultar superfluo, irritante, y en cualquier caso incapaz de hacer cantar los corazones mientras se producen nuevos encuentros. Así, los “largo- internados” están cotidianamente en contacto con ambas situaciones, aparentemente opuestas, de pobreza e ineficacia de la palabra ordinaria y también de silencio y de impasse. Solamente una palabra que se genere en un plano extraordinario podría desbloquear esta situación y calentar la comunicación. La fabulación ofrece precisamente esta posibilidad. Franquea, sobre el hilo de la voz, el universo ordinario e irradia con nuevo vigor los cuentos de la experiencia vivida; se transforma en un verdadero género de entretenimiento con el que se crean y se transmiten mitos positivos y negativos, leyendas, figuras heroicas que estructuran y moldean el comportamiento social de la comunidad de reclusos. Pasando de boca en boca, y de cárcel en cárcel, las fábulas se modifican adaptándose a los tiempos y a los espacios, asimismo a la exigencia de integración y al gusto cultural de los nuevos reclusos. Estar cerrado. Es esta probablemente la condición que une las masías de montaña, la granja campesina (con el entretenimiento fabulistico que en estos lugares se desplegaba), con el mundo de la reclusión. Pero mientras aquel mundo oral se ha acabado y con esto sus narraciones, en la institución penitenciaria la fabulación se ha reproducido como modalidad de resistencia simbólica al contexto, del signo y prescrito por excelencia, de la institución total. Como creación simbólica, la fabulación designa un tiempo y un espacio del corazón. Entreteniéndose con las fábulas los reclusos se agarran entre ellos en el juego del bha, cuya regla es: mover los labios para conmover el corazón. Así pasan el tiempo—franquean el ritual temporal de la institución total- mariposeando en la atmósfera caliente y vagabunda de las palabras que giran. (…)Se puede decir que fabular— crear desde una experiencia humana una fábula de hazañas pasadas o de sueños futuros- en los “largo-internados” constituye un verdadero modo de pensar, que, al consentirles atravesar en vida la prisión, se propone ahora como una posibilidad nueva para atravesar la vida.

Muchas veces, sin embargo, esta actitud creativa puede ser interpretada por otros como delirio. Y esto, en un mundo en el que al delirio no se le reconoce su carácter de defensa de un contexto penoso y su tensión comunicativa, puede generar cierta dificultad en quien es su productor. Sobretodo en el pasaje de un mundo interno a un mundo externo; mundo, este último, que parece haber acuartelado la fabulación en los espacios del mercado y del espectáculo”.6

Al día siguiente, a las diez de la mañana, encuentro Wiliam que está leyendo sentado en el comedor. Subimos juntos a la primera planta, donde están las celdas. Entramos en la galería para embocar el pasillo que nos lleva al Taller de salud, nuestro ambulatorio. Nos acompaña el Doctor L, con una enorme llave que le cuelga del cuello, la misma que usan los guardias para abrir y cerrar las puertas de las celdas. “Eres como el conejo de Alicia en el país de las maravillas”, le digo. “Ya, ya— responde L- pero la diferencia es que a Alicia todavía no le han detenido y las maravillas se han olvidados de nosotros”.

Miro Wiliam mientras coge una silla y se prepara: un gorro de lana en la cabeza, un libro en la mano y una voz que proyecta imágenes.

Comienza la entrevista; -Briega-

Bueno Wiliam, veo que sigues paseando desde ayer con el mismo libro. Siempre estás leyendo

La literatura fue un resquicio muy importante tanto para mí como para otra gente. Lázaro y yo, como él mismo dice, somos “trilobites”, “trilobites sacer”. Porque somos verdaderos supervivientes de nuestra generación: exterminada por la droga, por la cárcel y por las enfermedades. Yo nunca me he enganchado a la droga, pues siempre me dio miedo. En realidad, lo que hizo la lectura fue amueblarme la cabeza y no convertirme en taleguero, en una persona prisionizada. Nunca me he sentido así. Y la lectura fue el gran instrumento del que yo me valí para no quedar alienado, para ser…siendo algo. Para que la cárcel no devorara mi personalidad. La cultura es un arma, un instrumento, un escudo que te permite defenderte de muchas cosas. La cultura mejora lo que tú seas: si eres un hijo de puta sin entrañas encima te vuelves peligroso, inteligente, o listo, por lo menos. Y si eres buena persona o un tipo con principios, también te mejora. Incluso en negativo, siempre mejora lo que tú seas.

¿Tu cultura camina en paralelo a tu conciencia política, en estos largos años de reclusión?

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Conciencia social adquieres en el momento en que te ves oprimido, reprimido, por la justicia, o más bien, por los guardianes de la justicia. Siempre digo que cuando nosotros llevamos a cabo motines en las prisiones, lo que hacemos es legitimar la violencia que luego nos aplican a nosotros.

Es lo mismo que dicen muchos funcionarios de la UTE…¿Te he entendido bien?

Nosotros queríamos algo parecido a este sitio, es decir, una alternativa a la prisión. La Unidad Terapéutica Educativa es una alternativa a la prisión. Por esto peleábamos nosotros, no por otra cosa. Y, claro, no éramos gente instruida y fuimos torpes. Cuando salió el FIES, yo llevaba casi un año en cumpliendo prisión en Herrera de la Mancha. Nos tenían ahí: los diez o doce de siempre. Luego, en 1991, empezaron a llegar políticos. A nosotros nos seguía sacando al patio la Guardia Civil. Con un funcionario aunque el funcionario solo no quería. No me sorprende que no quisiera: porque quienes estábamos allí éramos, según ellos, lo peor de lo peor, la gente más violenta y conflictiva de todo el entramado carcelario de España.

¿Cuando entran los políticos hay un cambio en tu vida?

No, no. Yo nunca me politicé. Yo tenía una pelea personal con la Institución, porque a mí me han machacado mucho, a mí y a otra gente de mi generación. Gente que éramos delincuentes. Yo nunca fui toxicómano, pero era un delincuente. ¡Era! Hablo del pasado y hablo muy bien, porque estoy totalmente desactivado ya. Los políticos no cambiaron nada. He conocido políticos que eran verdaderos compañeros, y otros que eran auténtica mierda, gente egoísta, a la que no importaba la vida de los presos sociales. Los presos sociales éramos como un cero a la izquierda. He tratado con políticos del GRAPO, como Hierro, que llevaba unos veintidós años de prisión cuando yo le conocí en el Puerto de Santa Maria. He conocido a etarras, todo tipo de gente mezclada en política y en terrorismo. Al fin al cabo éramos compañeros de prisión, y ha habido de todo.

En definitiva, ¿tu no cambiaste con ellos?

No. Es verdad que muchos se politizaron, pero yo no, porque tenía ya en cierto modo conciencia social. Quizás por tener conciencia sufrí el aislamiento. De los trece años que pasé en primer grado, casi nueve estuve en aislamiento, saliendo solo al patio, con las manos esposadas. Me maltrataron de todas las maneras, no sólo a mí, a todos nosotros. Horas y horas y horas sin comer, sin dormir, sin mantas, sin nada. Nosotros éramos el enemigo.

¿Dentro de esa dialéctica amigo-enemigo, tuviste amigos con los que enfrentar a vuestros enemigos,?

Yo les llamaba enemigos, porque ellos me llamaban así a mí. Me llamaban “el enemigo”. No a mí, a todos nosotros. Por esto éramos enemigos: porque ellos nos diferenciaban del resto de la población reclusa con esta palabra.

Hablando con Lázaro, dialogando sobre su biografía, nos encontramos con la historia de la prisión que nunca se ha contado…¿Es posible contarla?

Claro. Cuando vine por primera vez la UTE, llevaba diecisiete años en prisión y nadie creía en mí. Todo el mundo hacía quinielas y apuestas para ver cuánto tiempo iba a soportar todo esto. Los coordinadores del Equipo creyeron en mí, todos los profesionales creyeron en mi, tanto que me quedé cinco años. Nadie daba un duro por mi pellejo. Y bueno, me siento muy orgulloso de haber venido aquí. Al principio era muy reticente, tuve muchos conflictos personales, interiores, porque yo había quemado mis naves para venir acá. Esto es, había prendido fuego a mis naves y quemado mis barcos. No quiero más esa clase de navegación. Me vine para acá, y desde el principio dejé de ser el enemigo; no fui un preso FIES, ni diferenciado de los demás mediante ninguna clase de etiqueta o de trato. Era uno más, por primera vez en mi vida.

¿Se puede decir que al llegar a la UTE se produce en ti una normalización?

No. La UTE tiene dos vertientes: una es la del recluso o del interno; otra, la del funcionario. El funcionario que viene aquí también tiene que cambiar cosas, porque la prisión no puede cambiar si yo cambio y tú, que eres el funcionario, no cambias nada. Si tú no cambias nada, es muy difícil que yo cambie algo. Para que yo cambie algo tú tienes que cambiar. Hay gente como los coordinadores de la UTE que tenían esta idea, que dieron forma a lo que fue nuestra pelea de entonces, porque ellos, en cierta manera, crearon el lugar, pero nosotros lo peleamos.

Dices “Si tú no cambias nada, es muy difícil que yo cambie algo”. Si esta siguiese siendo un guerra, sonaría como un pacto. Tus palabras, la forma tan curtida de decirlas, construyen tu campo de batalla. Lo político toma forma dentro de esta guerra: es la política la continuación de la guerra por otros medios, ¿no crees?. Lo dicen los supervivientes: y la UTE parece ser la señal de un armisticio. Así pues, no es casualidad que también el Equipo hable el lenguaje de guerra: los funcionarios también hablan de conquista, liberación, victoria, derrota, fracaso… Todo es el resultado de una dinámica que sanciona el final de la guerra, quizás la que llevaste entonces y que ahora sería imposible. Sigo pero viendo una paradoja: mientras en la UTE se manifiesta como un armisticio, los dispositivos terapéuticos se difunden hacia la población. Me explico: fuera de la prisión nada se pacifica. Es más: ni tan siquiera en la prisión, porque lo que no es terapéutico, sigue en guerra. Sobre este confín, límite, umbral, me gustaría abrir una reflexión. ¿No crees que hay algo ambiguo en el hecho de que la respuesta a la prisión exterminadora de siempre venga justamente de los funcionarios?

¡Claro! Todavía te encuentras con un médico de la prisión que te trata como si fuese un funcionario. Un funcionario malo, porque hay funcionarios de todas clases. Cuando hablo de un funcionario, se me llena la boca de alegría. Nosotros estábamos en una situación muy dura, en Villanubla. Sin embargo, Miguel era una referencia de corrección, cumplía el reglamento, no se involucraba en ninguna marranada y no lo permitía cuando él estaba de guardia. Sé diferenciar el funcionario del carcelero. Siempre he sabido diferenciar. En Ocaña, después de recibir una tunda, encontré a otro funcionario, un tipo de casi dos metros, que era una excelente persona. Funcionarios que hacen su trabajo, que tratan de cumplir el reglamento hasta la letra pequeña, que afirman que su obligación es reinsertarte; una especie de educadores que hacen lo posible para que cuando salgas no vuelvas a las andadas. Ésta es su obligación, si no profesional, moral.

¿Entonces no cuestionas el reglamento?

Las leyes penitenciarias españolas son unas de las más avanzadas de Europa. Lo único que cuestiono es su aplicación, o mejor dicho, su no aplicación. En el reglamento penitenciario aparece por todas partes la palabra reinserción; incluso se te aplica la ley, o se te debería aplicar, con carácter retroactivo, siempre que te beneficie. O sea, que es una ley avanzada en cuanto a progreso social. Sin embargo, puedo cuestionar su no aplicación.

¿Eres abolicionista?

La cárcel nunca es buena para nadie. La cárcel no mejora al individuo, sino que lo devora, lo destruye. Por eso es tan importante el hecho de que haya una alternativa. La cárcel, tal como la conocemos, es un monstruo y no te puedes quitar de encima su olor. Hay gente que acaba suicidándose en la calle, no aquí, de mil maneras, con la droga… Ya sabes. Porque sigue oliendo a monstruo. La bestia lo puso en la calle, pero no lo libró, ni lo limpió de nada, sino que lo ensució más.

¿Quién es la bestia? ¿Y el monstruo?

La bestia es la prisión. La bestia devora a todo el mundo. Pero la bestia y el monstruo son la misma cosa. Es la prisión. La prisión no puede ser buena para nadie. Aquel que salga de la cárcel y diga: “A mí se me han rehabilitado…”. Aquí no se hacen milagros con nadie. Para lo que sirve una UTE como ésta es para concienciarte de que tienes un problema si bebes, de que tienes un problema si eres drogadicto. Luego, el trabajo es tuyo, personal. Si te vas de aquí sin conciencia, vuelves. La cárcel como tal nunca mejoró a nadie. En la casa de los animales no se mejora al animal. Domar a un animal no es mejorarlo, porque domesticar a un individuo no es mejorarlo.

¿Crees que a través de la acción terapéutica circula otra fórmula de domesticación, otra manera de gobernar a la población?

Yo nunca he estado en Proyecto Hombre, ni en Reto, ni en ninguna clase de asociación. Yo he estado aquí. Y aquí se permite la discrepancia. Si yo no estoy de acuerdo con algo, puedo plantearlo libremente, siempre que guarde las formas y el respeto debido. Todo el mundo aquí merece respeto. Siempre que plantees las cosas desde la educación y respeto, se puede discrepar. Yo he discrepado mucho. Todas las navidades le escribía a Faustino una carta sobre las cosas en que no estaba de acuerdo. Nunca tuve que pagar un precio por discrepar. En un colectivo humano de doscientos personas no puede existir un pensamiento uniforme. Ni siquiera sería humano.

Sin embargo, la Ley, como concepto, forma y aplicación, sigue condenando a una parte de la sociedad…

Claro. La ley es una red, como decía un autor clásico, que atrapa la mosca y deja pasar a los elefantes. Si tú eres un pobre tipo, pagas un montón de años, y si eres un tipo con dinero, no pagas. ¿Por qué? Porque ya no se considera delincuencia habitual, ni produce alarma social. Simplemente, eres un ciudadano que ha cometido un error, no un delincuente. Pero si vives habitualmente en la droga y vives de la droga, o robas, te castigan por ello. ¡Por esto es una red que atrapa las moscas y deja pasar los elefantes, amigo! Es así como lo veo. Yo revisaría el Código penal. El reglamento penitenciario también hace agua también, pero, comparado con el resto de Europa, es el código mas avanzado.

¿Estarías de acuerdo en decir que a través de la terapia se intenta construir a un ciudadano? Si estás de acuerdo, tengo la sensación de que en esta construcción hay algo opaco, y lo hemos visto aquí a lo largo de estos años: existe el peligro de que se construya un sujeto que ya no es de derecho, sino de intereses. Es lo opaco de la versión terapéutica, porque hasta que no eres un sujeto que tiene unos derechos.

Espera que pare de reírme…¿Derecho a una vivienda y a un trabajo?

Exactamente: estos son derechos. La ciudadanía se construye en un orden colectivo de derechos. Pero si ya no eres un sujeto de derecho, estás fuera de lo político. Estás en las manos de unos intereses: tuyos o a los que puedes acceder. Y a la política se juega en un conflicto de derechos y no de intereses…

Claro. España no es un país democrático, aunque se empeñen a metérnoslo por las narices; ésta es una monarquía constitucional. La democracia es una palabra muy bonita, pero nunca existió. La democracia es la trampa favorita del capitalismo tiburón. Es así. Tú puedes decir lo que quieras, pero no te escucha nadie. En una democracia puedes expresarte libremente, pero no te vale de nada. Sólo si tienes detrás de ti unos medios de comunicación con muchísimo dinero, eres escuchado, porque te conviertes en un grupo de presión, formas parte de un grupo que presiona al Estado. Y entonces obtienes rendimiento…

Lees mucha filosofía antigua. Como sabrás, la democracia se construye con la expulsión directa de tres figuras clave: la mujer, el esclavo y el ciudadano que no es soldado. Ahora, como vemos en EEUU, el ciudadano obtiene derechos únicamente si se hace soldado de la democracia. Tengo la sensación de que la fórmula terapéutica es una manera nueva, o quizás un retorno, para seguir hablando de una democracia que no existe.

Es esto, la democracia nunca existió. Es una palabra muy hermosa, pero no es una cosa cierta. Tú sabes que en la Atenas de la democracia no existía la democracia. ¿Quiénes eran los demócratas? ¡Lo ricos! La democracia era la timocracia, el gobierno de los ricos. Porque todos los que no eran ricos no podían votar. Y tampoco los extranjeros. Por esto te digo que era una timocracia. En España, la palabra “timo” suena a estafa, y es verdad. Timocracia: la estafa del pueblo. Ha sido siempre así. Yo lo veo como un norte en la brújula, que hace que mejoren las condiciones sociales, pero en realidad no puede existir una democracia real, y mucho menos hablando de América, que es un imperio. ¿Cuándo el Imperio fue demócrata? ¡Nunca! En Roma,

en la antigua Roma, los emperadores no eran demócratas. La pax romana se basaba en el saqueo y esclavitud de los pueblos. Aquí pasa igual. El papel de la Roma antigua lo tiene Norteamérica. Por eso no soy demócrata en este sentido. Soy partidario de que la mujer sea igual que el hombre, que todos tengan derecho a una vivienda y a un trabajo. Esto queda muy bien en la letra, pero yo conozco muchísima gente que vive en la calle. Y conozco mucha desigualdad entre hombre y mujer. Todavía se atreven a decir: “Se ha avanzado mucho…”. ¡No es verdad! El hombre no ha cambiado mucho desde las cavernas hasta hora. Seguimos siendo un poco cavernícolas. Se ha avanzado en la tecnología y en la ciencia médica, pero el hombre no ha cambiado mucho. Y si el hombre no cambia, ¿cómo va a cambiar la sociedad?

Seguimos con la Filosofía y con la Vida. En Alejandría se formó una comunidad que Filón describió como la de los Terapeutas. Aplicaban la Therapeuein, que para los griegos significaba:

1) cumplir el acto médico de curar-sanar;

2) la actividad del esclavo que sirve y obedece a su dueño;

3) tributar un culto.

Lo que quiere decir que para cumplir con la terapia hay que curarse a sí mismo; ponerse al servicio de uno mismo o de otros; tributarse un culto a sí mismo. Aquí estamos en una comunidad terapéutica, donde se establece un vínculo entre terapeutas y terapeutizados. Se puede observar una vez más la ambigüedad de la terapia: hay terapia allí dónde se obedece. ¿Cómo lo ves?

Date cuenta de que éste es el marco de una prisión, el módulo de una prisión. Estoy de acuerdo, aquí se cuida de la salud de cada uno, y todos cuidamos un poco de todos. Se obedecen las normas. Además, cuando entras te dan un contrato: tienes que firmarlo y obedecer sus normas. En cuanto al culto o cuidado de uno mismo, es fundamental, porque el que necesita terapia es un enfermo, ya sea social o físico —para mí, no hay mucha diferencia—. Aquí, la enfermedad es la droga o el alcohol o, en mi caso, problemas de sociabilidad. Toda la vida fui un inadaptado y un delincuente. ¿Como te vas a curar si no haces terapia? Volviendo a la Atenas antigua, la escuela de pensamiento de la que más cerca me siento es la cínica. Fíjate lo que significa hoy cínico: hipócrita, falso... Sin embargo, en la antigüedad, el cinismo es una escuela filosófica contracultural, que estaba en contra de todo lo establecido; digamos que eran los ecologistas de la época, vivían en la calle y hacían todo en la calle. De ahí que le llamaran la secta del perro… Hay muchas diferencias, pero, en el fondo, lo que se hace aquí es precisamente cuidar del cuerpo o del alma, o del espíritu o de la esencia humana, si se quiere. De eso trata la terapia: de que la gente que se droga tome conciencia. Porque ésta no es una unidad medica. Esto no es un centro de rehabilitación del toxicómano. Aquí, te conciencias de que tienes un problema y de que debes resolverlo en comunidad. Yo hablo de mis problemas, tú hablas de tus problemas, y entre todos buscamos soluciones. Esto es la terapia: ayuda y autoayuda. Yo me siento muy a gusto ayudando a los demás, pero también cuando me ayudan a mí, porque tengo muchísimos problemas. Encontrar a alguien que te comprenda es salud.

En el infierno penitenciario de ahora las dinámicas alternativas parecen tener una coyuntura que les permite crecer. ¿No crees que el Estado, en el sentido de administrador del poder, digamos de gobierno, tiene también una respuesta a esta alternativa si deja que se desarrolle este módulo?

Esto lleva funcionando quince o dieciséis años. El camino no ha sido fácil. Ha tenido mucha gente en contra, como la anterior dirección. De hecho, hay mucha gente en contra. No ha sido fácil seguir adelante con esto, sino una lucha. Si permanece abierto es precisamente porque la gente ha peleado por ello. Me refiero al equipo de trabajo y a la gente que vive aquí. A nosotros. Sin nosotros esto no sería posible.

He oído decir a algunos funcionarios que esto puede existir y funcionar sólo porque el modulo de aislamiento está al lado…

¡No! Esto existe, porque hubo gente que vieron en ello la alternativa a la prisión, pues la cárcel no rehabilita a nadie.

¿Fuera de aquí, cuando estás en medio del consumo, la vida privada, el interés?

Eso depende de cada individuo. Yo no soy toxicómano, ni tampoco consumista. No soy esclavo de nada. Lo único que me impide ser una persona libre es mi falta de libertad particular. En mi caso es así. Otra gente tiene que enfrentarse a una vida jodida, porque la vida es dura ahí fuera para todo el mundo. A no ser que nazcas hijo de millonario o de gente muy desahogada económicamente. Aquí adquieres armas para defenderte fuera. Hay dos formas de pasar por aquí. Si pasas por el módulo, pero el módulo no pasa por ti, te vas como viniste. Pero, aquí, levantarte temprano es un rutina que te va a hacer falta luego, porque si quieres trabajar tienes que levantarte temprano y acostarte a tal hora. Si quieres trabajar, que es la única forma legal de vivir, si no eres autónomo o crees en la autogestión, te tienes que buscar la vida como sea.

Aquí no se hacen milagros. Además, no creo en los milagros. Aquí lo único que haces es reforzarte y tomar conciencia para pelear fuera. Y la vida en la calle es jodida. Yo lo sé.

Si este proceso fuese realmente terapéutico, debería tener contundencia a nivel de redistribución de derechos reales, porque una persona que sale de aquí con conciencia tiene luego que pasar a la praxis.

Volvemos a lo mismo. Cada persona es un mundo. Hay gente que nunca tuvo conciencia política o social, que vivió inmersa en su propio mundo, y nada más. Un tipo que ha estado diez o quince años en la droga, sale de aquí y probablemente vuelva. La forma de enfrentarse a la vida es diferente en cada uno. Aquí, lo bueno es que puedes discrepar, no es un todo uniforme.

Perdona la crueldad pero, ¿Qué potencia tiene discrepar cuando tu horizonte es un muro y una reja?

Yo hablo desde aquí. Me dijeron que para cambiar las cosas hay que hacerlo desde dentro. No creas que fui siempre muy partidario de esta frase o de este concepto. A menudo, cuando uno quiere cambiar las cosas desde dentro acaba engrosando y engrasando la maquinaria, convertido en un eslabón más de la cadena que quería cambiar. A mí me gusta pensar que nadie es malo mientras no lo demuestre. Supongo que el 75% de funcionarios, educadores, psicólogos, médicos o asistentes sociales que vienen por primera vez a prisión tienen esta idea de cambiar las cosas. Pero a veces no sólo no cambian las cosas, sino que acaban cambiado ellos. Por eso que la discrepancia es una válvula de salud. Discrepar, es decir, no estar de acuerdo con las cosas y manifestarlo. Yo lo he manifestado en aislamiento, en situaciones muchísimo más duras. ¿Por qué iba a dejar de hacerlo aquí? Cuando yo no estoy de acuerdo, lo digo abiertamente. Lo que no hago es sembrar de mierda todo esto.

¿No crees que tu enfrentamiento viene de un enfrentamiento previo? Aquí en la UTE se crean unas condiciones preocupantes para los jóvenes. Tu nivel de conciencia se ha creado en batallas a lo largo de los años. Pero cuando un joven de veinte años, sin experiencia en la lucha colectiva, entra aquí, se convence de que pasando por el terapéutico hay modo de salir adelante…

Ya entiendo. Quieres decir que, al no conocer otros patios, se creen que esto es Hollywood. Dicen: “Bueno, si me apañan en la calle, voy al terapéutico y no pasa nada”. Todo bien tiene su mal. Esto pasa también al otro lado. Cuando un tipo entra a pagar dos o tres meses de prisión, se va de rositas y no se ha enterado. Vuelve a las andadas, le apañan otra vez, paga un año, bueno, un año no es nada… Hasta que un día le agarran. Entonces pagas doce, quince, veinte años, y eso es destruir a un hombre. A partir de veinte años de prisión, el hombre se autodestruye. Y eso ocurre aquí también, como en todos lados. Pero la mayoría de la gente le ve las orejas al lobo, como dicen aquí. Y no vuelven. Pasan de robar, de delinquir y de drogarse. Y hay otra gente que nunca aprenderá ni aquí ni allí. Como yo digo: hay gente que nace con bigote y gente que nunca madura. Es así. Esto ya forma parte de la condición humana, no tiene nada a que ver con la unidad y con la prisión. Yo no soy partidario de que se expulse a nadie de aquí, siempre y cuando no sea por un delito flagrante: que le cojan dándole drogas a los compañeros o con un cuchillo, etcétera. ¿Qué es la reincidencia en prisión? Dolor. Cuando no te ha dolido, no adquieres miedos. Es seguro que lo que tú dices ocurre. Sobre todo, con gente joven. Gente que no está tallada, que no está curtida.

¿Vives la llegada al Terapéutico como victoria o como derrota?

Ninguna de las dos cosas. De verdad. He estado veintitrés años en prisión. Bueno: llevo 23 años menos 5 meses de vacaciones. Éstos sí que fueron terapéuticos. (Risas). Porque experimenté todo lo que quería ver. Yo tenía las cosas muy claras cuando me marché. Y cuando regresé, no volví con un sentido de derrota. Mis objetivos estaban cumplidos: yo no quiero vivir en la calle mirando hacia atrás, temiendo que me pare la policía y sin opción de trabajar con contrato. He vuelto, porque la cárcel no me daba miedo. Y el Terapéutico, mucho menos, claro. Después de 23 años, un estúpido educador me pregunta: “¿Y vale la pena?” ¡Claro que vale la pena! Lo que pasa es que no le puedo responder como quisiera. “¿Mereció la pena?”. Me van a meter seis meses por el quebrantamiento. Voy a cumplir 50 años. No pasa nada. Y sin embargo, no te puedes imaginar las experiencias de esos cinco meses en la calle: dolor, hambre, fatiga, alegría, tristeza, libertad, Aunque lo que te decía antes: somos libres y dependientes. No sé cómo se puede combinar una cosa y la otra. No sé combinarlo. Pero es verdad: el hombre nunca es libre. Porque somos muy dependientes de nuestro cuerpo, de nuestras necesidades. La libertad es

solamente espiritual. Nadie es libre socialmente. Porque si no estás en un carro, estas en otro. Nadie es libre hasta ese punto. Yo sé lo que es la libertad y, también, lo que es estar preso también. Puedes hablar, ir donde quieras, hacer muchísimas cosas sin control, controlándote tú. Pero luego dependes de tu cuerpo. Si no comes, te mueres. Si no respiras, te mueres. No eres libre. Eres dependiente ¿no?

¡Qué buen tatuaje del Che Guevara tienes!

Ninguno de los tatuajes que tengo son de prisión. Todos los que tengo son de la tropa, y en la calle. Este (el Che) fue el último. Tengo un gato en el pié. ¿Te acuerdas del gato Jerry y el ratón? “Malditos roedores”.

¿Qué te parece si dejamos el terapéutico y nos vamos de viaje? Volvemos al momento en el que dejas la UTE y cronológicamente, o anti-cronológicamente, como quieras, dibujas el mapa de tu viaje hacia Lisboa…

Pasé cinco años aquí, en la UTE, y luego salí en tercer grado. Llevaba veintidós años en prisión. Cuando decidí marcharme a Córdoba, quería quebrantar condena, marcharme de verdad. Sentía angustia vital. Estaba tan mal que necesitaba sentirme como cualquiera otra persona, con las misma dificultades, alegrías, tristezas, trabajos. Quería sentir todo lo que no había sentido tras veintidós años teledirigido. No quería sentir a nadie a mi espalda ni en mi cara. Quería ser yo, y lo conseguí. Pero no marché con la idea de no volver, ni de delinquir. Porque, después de tantos años ya estoy completamente desactivado. Me fui de Córdoba andando. En Lora del Río encontré al hermano de un antiguo camarada mío, que me prestó un gran servicio. Y de ahí me fui a Sevilla, después a Garaloza, y de ahí hasta Cortegana, también andando. Anduve muchísimo. Tenia tal deterioro físico, que la Guardia Civil que me estaba esperando, no me reconoció. Por eso no me atraparon.

¿Por qué dices que te estaban esperando?

Porque les escuché en una gasolinera: “Este no debe de ser, viene de la vía del tren”. Y es verdad: yo venía de la vía del tren. Pero ellos pensaban por mi historial y demás que había cogido un coche, pero evité la carretera. Anduve campo a través, siguiendo los caminos que hacen los ferroviarios cuando reparan las vías. Había momentos en que el camino desaparecía entre matorrales. Pedí comida, nunca robé. De día dormía, y de noche caminaba. No sé cuántos kilómetros hice: desde Córdoba a Lora y de ahí a Sevilla. No podía coger autobús, no tenía dinero, ni equipaje: lo llevaba todo encima. En un cortijo me dieron unos zapatos, pantalones, camisas, una mochila llena de comida: chorizo, salchichón, pan… Hasta ahí, bien. Parecía como si fuese invisible. Claro, ellos buscaban a un tipo con gafas, perilla y bigote y yo parecía bajado de una patera. Cuando llegué a Lora ya tenía dinero, gracias a Rosi. Entré en un comercio de ropa, y el dependiente se asustó de mi aspecto. Dije: “Buenas tardes”. “¿Que desea usted?”. “Tengo poco dinero y quería comprar algo digno”. Entonces el hombre se relajó. Me vendió pantalones, calcetines, slips, camisas, un cinturón. Lo único que me faltaba eran los zapatos. Entonces le pregunté: “¿Qué número calzas?”. “El 43”. “Es el mío. ¿Por qué no me vende sus zapatos?”. Y respondió: “Vamos a hacer algo mejor. Tengo unos zapatos nuevos que no uso y te los voy a regalar”. Cogí luego el tren hasta Sevilla. Pero antes compré maquinilla, espuma de afeitar y me recorté la barba. Había dos chicas en el vagón y me confundieron con un cantador flamenco. Y así llegué a Sevilla.

Una llegada gitana…

Crucé el río hasta Triana. Yo sabía adónde iba, pero me acerqué a un policía y le pregunté dónde estaba la estación de autobuses que iban a Huelva. Ya lo sabía, pero era una forma de vencer el miedo. Porque cuando te vas directamente a ellos es que no tienes nada que temer y ellos también lo notan. Iba bien vestido, con buenos zapatos, con un pantalón azul marino y con esta camisa, ésta que llevo puesta. Todo lo compré en aquella tienda. Además, me lo vendió todo a la mitad de precio. “Las rebajas de mi tienda se acaban contigo”, me dijo. Y me preguntó si lo había pasado mal. ¡Ah, por cierto! Me pasó un caso increíble en Lora del Río. Me quedé en un sandial, porque la familia de Quique me quería ofrecer su casa, pero no me parecía conveniente para ellos, no quería ponerlos en riesgo. Durante la noche me quedé sin agua. Era domingo. Salí a la plaza a buscar un poco de agua. Había un bar donde la gente hacía botellón. En cuanto entré, se me pegó un tipo de paisano: enseguida lo identifiqué como un policía, por lo impertinente que era y por las preguntas que me hizo. Estaba pidiéndole agua a la camarera, y el propietario me dijo: “¿Quieres comer?”. “Claro que me quiero comer, pero no tengo dinero”. “No te preocupes”. Y le dijo a las camareras y a las cocineras: “Prepararle algo y que se lo lleve con la botella de agua”. Entonces el tipo comenzó a interrogarme. Estaba en la barra, a mi lado, tomando whisky y no era el primero, porque tenía los ojos turbios. Me dijo: “¿De dónde eres?”. “Yo soy del mundo”, respondí. “Pero del mundo más allá de Francia, ¿no?”. “Yo soy del mundo, ya se lo he dicho”. Y me dice: “¿Y qué llevas en los bolsillos?”. Me quedé mirándole. Quería responderle como merecía por su falta de respeto. Pero me guardé mi orgullo y le dije: “¡Mire usted mismo!”. Me saqué lo que tenía en los bolsillos: llevaba un paquete de tabaco y un librito de papel de fumar, porque tenía también tabaco de liar. Y me dijo: “¿Y carné no llevas?”. “No, no tengo carné”. Me dice: “Hay muchos indocumentados en este país”. “Desde luego”, le respondí. “¿Y dónde vives?” Digo: “En el río”. “¿En el río? Entonces esto a ti de las inmobiliarias se te queda…”. Y le digo: “Sí, se me queda un poco estrecho, pero mi casa es muchos más amplia”. Lo que verdaderamente me apetecía era pegarle. Me frenó la cara del dueño, la bondad que tuvieron conmigo en darme de comer cuando sólo pedí agua. Y las camareras, que miraban al tipo con cara de asco. No me podía permitir poner a ese tío en su sitio…

Es complicado llegar a una frontera, me imagino que para pasarla, también…

Desde luego. Cuando llegué a la frontera, mis familiares me llevaron hasta Fiscallo, por Rosal. Allí cogí el autobús y me fui hacia Lisboa. Dormí en un parque del barrio de Hortanova, donde hay una fuente con agua corriente y un estanque en el que me lavé los pies. Saliendo del parque había unos barracones de obra; me metí y dormí dentro. Por la mañana, a las nueve y media, fui a una cafetería que se llama Ricocé. El dueño se llama como yo… Una buena persona. Le pregunté si podía dejar la mochila. Me dijo: “¿Esto no explotará, ¿eh?”. Y me tomé una sopa. Hizo un gesto como para no cobrármela, pero insistí para que me cobrase.

¿Qué piensas de todas esta coincidencias y casualidades buenas con las que te encontraste?

No lo sé, porque también me encontré con todo lo contrario. Cuando entré en Hortanova, un yonqui me dijo en portugués: “Tú no eres de aquí”. “Soy español”. “Ah, bueno, ¿y no tienes donde quedarte? A lo mejor en mi barrio te encuentro un sitio”. Y en efecto, me llevó a su barrio, al bar Aurora, y ahí conocí a un tipo que se llamaba To y era angoleño. Me quedé con él a cambio de cincuenta euros. Al poco de estar viviendo con él me dijo que su padre era comandante de la Guardia Nacional en Angola y que todos sus hermanos eran policías. A punto estuve de salir corriendo. La casa era un antro, porque el hombre fumaba heroína. Sin embargo, la madre —el padre se estaba muriendo en un hospital—, al enterarse que yo estaba viviendo con él y que no me drogaba, se alegró y preparaba comida para los dos. Ahí pasé casi un mes y salía poco de casa. Cuando estaba en el bar Aurora, me dedicaba a escribir. “¿Que escribes, español?”, me preguntaban. “Escribo sobre vosotros”. Les decía que estaba escribiendo un libro sobre ellos y que la única manera de conocer Lisboa era ir a los barrios como el suyo, como Hortanova, Padre de la Cruz, Casal de Mira, que son auténticos guetos ¿no? Después me encontré algo peor…

Antes de continuar, me gustaría saber cómo nace tu decisión de fugarte a Portugal.

Fue obligada, nada más. Yo me hubiera ido a Marruecos, pero no tenía intención de quedarme por ahí, sino de experimentar cómo se sentía un hombre libre, dueño de su destino. ¡Ah! Pero, amigo, es muy difícil estar en Portugal siendo español, porque la gente, cuando sabe que eres español, piensa que eres el Banco Nacional de España. Salvo excepciones, todo el mundo te quiere chulear. Sobre todo en los barrios sociales, porque ves a tu vecino buscar en los contenedores de la basura. Hay mucha miseria y además, la gente, por lo general, es muy egoísta, muy gananciosa, muy interesada. Me iba del barrio por la mañana y volvía por la noche. Andaba siempre limpio y arreglado, nunca me molestó la policía. Iba con mi Biblia a todas partes, porque no tenia otro libro, y, además, para mí era una cobertura extraordinaria. Parecía un estudiante de la Biblia. Un día, en la puerta del bar Aurora, mientras hablaba con el padre de la camarera —que era sordomudo, pero me entendía con él mejor que con ningún otro—, To me dice: "¡Mira quién esta al otro lado!". La policía. Había una patrulla de PCP. Yo abrí la Biblia y me puse a leerle la Biblia al sordomudo. Y la gente que estaba a alrededor me decía: “Si no te escucha, que es sordomudo…”. Y yo respondía: “Es igual, la palabra de Dios llega a todo el mundo”.

Otro día, en el parque, después de desayunar, mientras leía, pasó una pareja de testigos de Jehová. Y me dicen en portugués: “Vemos que estás leyendo la palabra de Dios. ¿Tú crees en Dios?”. “¡Hombre, claro que creo en dios! De hecho, yo hablo con Dios: tengo un pacto con él”. Y me preguntan: "¿Qué pacto?". “Bueno, ahora mismo no os conozco, no te puedo hablar con toda confianza, porque no sé quiénes sois”. Entonces me invitaron a desayunar otra vez en la cafetería del parque. Luego me ayudaron mucho. Durante el tiempo que estuve con ellos iba al Salón de Reino y me sentía muy cómodo allí, muy acogido, todos me daban la mano, las chicas me besaban. Y todos se esforzaban muchísimo por hablar español. Llevaban un año estudiando rumano, porque había llegado un grupo de rumanos testigos de Jehová. Los miércoles se reunían y celebraban la mitad de la reunión en rumano y la otra mitad en portugués. Y, bueno, estoy muy agradecido a Ruiz, a Sandra, su mujer, a Tiago, a todos ellos, porque en ningún momento me sentí extraño.

Desde el principio sabían que algo no cuadraba. Un día, Daniel, un chaval que está en la universidad, de color…un negro, allí les llaman pretos, me dijo: “Te voy a buscar un trabajo”. Le dije que era jardinero. “Pues en mi universidad hace falta un jardinero”. Entonces fue un momento de confiarme también a ellos un poco más: le dije que yo tenía problemas, que carecía de documentos, que no existía. “Pero ¿cómo no vas a existir?”, me dijo. “No existo, no existo”. Vi que estaba muy triste. Entonces, poco a poco, le fui hablando de mi problema, que tenía que regularizar mi situación con la justicia y tal. En ningún momento les importó, ni cambiaron de actitud, nunca me preguntaron nada, siempre me ayudaron.

¿Tuvisteis discusiones sobre temas religiosos?

Les dije que verdaderamente tenía un pacto, que Dios me había protegido, de alguna manera. Que me había echo conocer gente buena en un camino tan difícil como el mío. Que me había echo invisible a los ojos de mis enemigos. En este caso, yo no les decía que mi enemigo era la policía, pero. No sé cómo lo interpretarían ellos. Un día llegaron con unos folletos para que los leyera en casa. En ellos figuraba el ejemplo de un tipo que se había fugado de prisión y que después de estar con ellos decidió entregarse. Los testigos de Jehová le hicieron un escrito, lo acompañaron para que se entregase y al poco tiempo salió de prisión. Hubo otro, un japonés que había pertenecido a la Yakuza, la mafia japonesa, y que conoció la palabra de Jehová y tal. El tío salió de la Yakuza. En fin, ejemplos que me decían: regulariza tu situación, vamos a estar contigo, no importa lo que hayas hecho. Pero no preguntaban nada y sólo me ayudaban.

En situaciones como la tuya, se aprende el arte de la fuga…

Sin duda. Finalmente me fui a vivir con un caboverdiano: Abellavista. ¡Este tipo era un auténtico pirata! Un tío con muchísima cara dura. Cuando me fui de Hortanova con él y con La Rusa, otra aventurera de la calle, de la rua, le gente temió por mí. Yo, claro, después de mi bagaje no podía temer nada: sabía nadar y guardad la ropa. Tony no se portó mal conmigo, pero llegó a su casa una novia a la que yo no le gustaba; ni tampoco Liliana, La Rusa. Hizo que me fuera. Él, para no dejarme en la rua, me llevó a casa de La Española, que no era española, sino portuguesa. ¡Buf! Tenia cuatro perros y toda la casa llena de pulgas. Y cuatro hijos. Era la mujer, o mejor dicho, la madre de los hijos de un mafioso. No te digo su nombre, porque además esta en España y es conocido.

¿El nombre de Wiliam lo decidiste tú?

Sí. Bueno, más bien mi mujer. Después de Hortanova, me fui a vivir a casa de Fatiña, desde donde me vine para acá. Estuve trabajando en una empresa de andamios. Desmontando y montando andamios. Se llamaba Revel. Estuve trabajando con El Grillo y El Caracas. Nos dedicábamos a dar vueltas por ahí; cuando veíamos un mato, una grúa abandonada, cogíamos las bombonas de hidrogeno y butano, las cortábamos a trozos y las cargábamos en la furgoneta. Un día me caí, porque llevábamos a un joven, a un caboverdiano que no había venido nunca con nosotros y que dispuso mal la carga. Cuando nos montamos el tío y yo con una biga de 150 o 200 kilos, nos caímos. Yo me hice polvo la cabeza y el pie; todavía tengo dolores. Sigo tomando pastillas para el dolor, seguramente tengo un desgarramiento muscular en el pecho. Él se clavo un tubo en el pecho y se le quedó el cacho dentro. Estuve una semana sin salir de casa. En el barrio donde vivía, Padre de la Cruz, había constantes tiroteos y fajadas —navajazos— entre familias. Y claro, la policía tenía el barrio tomado: Padre de la Cruz, Hortanova y el mercado de Pontiña. Si apañaban a un forastero en búsqueda y captura, ganaban mucho. Entonces yo era como un empleado de guardería, porque estaban los hijos de Fatiña y los de todos los vecinos. Todos venían para hablar con Wiliam. La hija de Fatiña, que tenía dos meses, se llama Djara: yo le cantaba, la acunaba, en fin, hacía un poco de hombre de guardería.

¿A Fatiña le conociste en el barrio?

Sí, en la casa de La Española. La Española era una referencia para el barrio, porque en Lisboa los bares cierran muy pronto. La gente llevaba cervezas, porros, se jugaba a las cartas, había mucho ambiente. A mí, los que más me querían eran los perros de La Española, porque yo adoro a los perros y a los niños. Dormí con los perros mucho tiempo.

¿No bajaste nunca al centro de la ciudad, a la zona turística?

Sí, claro. Yo andaba siempre a la búsqueda de trabajo. Cuando conocí al Grillo, vi el cielo abierto, porque era un trabajo que nadie quería. Al principio desconfiaba de mí, pero cuando me vio funcionar, dijo: “¡Joder, este tío trabaja!”. A Fariña y a mí nos pagaba treinta euros todos los días. A los demás, diez euros, porque si les daba el resto antes de final de mes, no volvía a verlos. Nosotros éramos constantes, no había ningún problema.

¿Cómo has visto Lisboa desde tu observatorio particular?

¡Oh, Lisboa! La Lisboa que conoce la gente es la de la Expo. En Lisboa todo es trampa y todos es truco. El español que va a estos sitios tiene que ir predispuesto a que lo engañen y a dejarse engañar Lisboa está llena de guetos. Casal de Mira es un gueto, Padre de la Cruz es otro gueto, Hortanova es un gueto. Y ahí no hay más que gitanos y negros. Yo viví con familias angoleñas y caboverdianas. Un día, el hijo de Batista, Wilson, me invitó a una fiesta en la que el único blanco era yo. Ellos se llaman pretos entre si. Yo era el único blanco, pero nunca me sentí incómodo. Nunca fui racista. Los portugueses sí que son racistas, a pesar de tratarse de una sociedad multirracial. Allí la gente que no tiene dinero vive toda junta y apartada. Aquí, en España, se monta una barriada marginal —bueno, vamos a ponerle un seudónimo, como hacen ellos: un barrio social— y la rodean de clase media. Pero allí, esto no existe. La Portugal que he conocido me recuerda la España de los años sesenta. Sin embargo, su nivel económico es muy parecido al nuestro, a pesar de que los sueldos dejan mucho por desear. La gente ve a España como tierra de promisión. Un tipo, para ganar mil euros, tiene que hacer milagros, tiene que trabajar por su cuenta como hacia El Grillo. Y así todo: se llama “señorío” al dueño de los pisos. ¡Terrible!

Digamos que si pudiste aguantar en esa situación es porque tenías un bagaje de experiencias que te permitían no tener miedo o desesperarte. ¿O no?

Claro, Claro. Entre bandidos, nunca me he sentido incómodo. Llevaba veintitrés años en prisión antes de quebrantarla. De bandidos es quizás de lo que más sé. Yo estaba desactivado y estoy desactivado. Yo no he robado ni hecho una cosa fuera de la ley, porque yo no me largué para eso. Mis objetivos eran otros. Cuando decidí volver, estaba claro que quería volver, no dudé ni un momento. Creo haber hecho lo que tenía que hacer. Necesitaba irme, respirar, porque me estaba muriendo de angustia después de tanto tiempo sin salir. Quitando los cinco años que estuve en la UTE y en el CIS, no había vivido sin estar controlado. Poder decidir, sentirme dueño de mi propia vida, de mi destino, era muy importante. Lo necesitaba. Me fui por una cuestión de supervivencia. Pero también tenía claro que aquí estoy en deuda. Tengo muchísimos defectos, pero nunca he sido ingrato. La ingratitud me parece un gran pecado contra el ser humano. Yo me sentía en deuda con el Equipo y con Rosi. Pero, claro, en Córdoba no conozco a nadie, no estoy en deuda con nadie. Yo quería salir a la calle como un hombre libre. Yo tengo una identidad: me llamo Wiliam, español de nacimiento. No quería seguir viviendo como una rata en una cloaca. Pero tuve mucha suerte, en varias ocasiones estuvieron a punto de apañarme.

¿Donde nació Wiliam?

Nací en Aracena, en la ciudad, que es una población que da nombre a toda una comarca de ciento y pico mil hectáreas de parque natural, en Huelva, en la Sierra de Huelva. ¿Sabes por qué tiene titulo de ciudad? Porque El Escorial se acabó con los mármoles de las canteras de Aracena.

¿Sabes qué pone en el escudo de mi ciudad? Per ad astra: “De aquí a las estrellas”.

¿Y tú quizás el vagabundo de las estrellas?

Sí, claro, Jack London, gran libro…

Un autodidacta…

Lo que sé lo aprendí en prisión. Era prácticamente un analfabeto funcional. Más que estudiar, lo que me motivaba era sobrevivir. La cultura se quedó muy atrás. Y aquí, en prisión, nunca quise estudiar una carrera. Lo que hice fue formarme humanamente, como persona. Nunca tuve la enfermedad de la titulitis. Me pareció que lo importante era formarme como individuo y eso es loque hice.

Fui leyendo de todo: novela, teatro, ensayo. Incluso escribo, aunque llevo tiempo sin hacerlo. Un día me dieron una paliza en la jefatura de Ocaña, hace muchos años. Pero lo que más me dolió no fueron los palos, sino que no era capaz de entender lo que decían. Hablaban castellano, pero yo no les entendía. Ése fue mi gran dolor y lo que me hizo leer todo tipo de diccionarios —lengua castellana, antónimos y sinónimos, ideas afines— y copiarlos enteros.

A mediados de los años ochenta empecé a leer literatura oriental: los tratados morales de Confucio, El arte de la guerra, de Sung Tzu, el Tao de Lao Tze… Pedía libros y me los mandaban. Luego prohibieron los paquetes y fue imposible. Pero mientras estuve en aislamiento, donde pasé gran parte de los primeros trece años que me tiré en primer grado, me mandaban libros.

Jean Marc Roulian, un militante de izquierda francés, ha escrito un libro que se titula “Odio las mañanas” y dice que vivir en prisión es un acto de resistencia.

No sé si habrás leído El banquero anarquista, de Pessoa. Un tipo empieza en una célula anarquista, se da cuenta de que incluso dentro de la célula no existe la libertad, que siempre hay alíen que manda. Al final acaba comprando la libertad, porque es como más libre se siente: comprando la libertad. Cuanto más dinero tienes, más libres eres. Y esto es falso, porque cuanto más dinero tienes más esclavo eres. Tienes que ir siempre rodeado de individuos, columnas aseguradoras de tu libertad. ¿Qué libertad es esta? Ninguna. Sólo tienes poder adquisitivo. Ésa es la única libertad que te queda. A los ricos sólo le queda la libertad de poder adquirir, de comprar personas y cosas. Nada más. El dueño de esclavos es el más esclavo de todos, quien tiene esclavos no es nada sin ellos.

Darío Malventi (Cárcel de Villabona 2007)