La potencia de la crisis

La potencia de la crisis (o cómo politizar de nuevo la locura tras el final de la antipsiquiatría).

¿Qué fue de la antipsiquiatría? ¿Qué sucedió con aquel popular fenómeno literario y mediático que, del mundo cerrado de los manicomios y de las discusiones técnicas entre profesionales, irrumpe en la opinión pública a finales de los años setenta? ¿Qué queda de la lucha por los derechos de los locos, que la oposición democrática incorpora a su agenda política, en parte, debido al boom de la filosofía posestructuralista, aunque sobre todo a causa de una cadena de reportajes sobre las miserables condiciones de vida de los manicomios españoles que aparecen tanto en la prensa underground como en los medios generalistas?

Tras las experiencias de psiquiatría democrática importadas de Trieste y de las comunas londinenses que arrancan Laing y Cooper, después de una serie de huelgas de trabajadores de la salud mental que se producen a partir de 1968 y de la toma de conciencia sobre la alianza entre la represión psiquiátrica y las otras formas de represión que adquiere una parte de la sociedad española, la llegada al poder del Partido Socialista marca el inicio de un ciclo regresivo que, al tiempo que normaliza un modo de vida neoliberal, lleva la Reforma de la asistencia psiquiátrica ideada por los tecnócratas del Opus a sus últimas consecuencias. Ten cuidado con lo que deseas: de igual forma que las luchas contra las instituciones del Mayo francés fueron asimiladas por el poder para producir un nuevo mapa de servidumbres voluntarias, el proceso de apertura iniciado durante la Reforma empieza con el vaciamiento y termina con la privatización, que no el cierre, de los hospitales psiquiátricos abiertos como forma de reactivar la industria de la construcción en los primeros años sesenta, aunque en ningún caso con la desaparición de la miseria, los estigmas y la supuesta peligrosidad que todavía rodea la percepción social de la locura.

De las camisas de fuerza al régimen fármaco-político, al sinfín de drogas legales que operan como camisas de fuerza química, miniaturizando la disciplina, mientras afianzan la gobernabilidad que persiguen nuestras sociedades de control. Del “Gran Encierro” que describe Michael Foucault en la Historia de la locura a la epidemia global de ansiedad, estrés y déficit de atención. Enfermedades epocales paliadas con antidepresivos, neurolépticos y antipsicóticos, una vez que el psicoanálisis junto con otras “terapias blandas” han sido desacreditadas por poco científicas. Y, al mismo tiempo, formas de resistencia frente a la euforia y la disponibilidad que demanda el sistema, en tanto que tecnologías que hacen digerible un horizonte de agotamiento y frustración, donde el tiempo de ocio y trabajo son ya indistinguibles. Como señala Paul B. Preciado, vivimos “la muerte de la clínica” y la emergencia de un paradigma médico-laboral que, amparado en libros de autoayuda, mágicas conexiones neuronales y gabinetes de recursos humanos que privilegian los afectos y las capacitaciones, pulsa sobre nuestros modos de existencia, es decir, sobre fenómenos como la desaparición del trabajo asalariado, la precariedad de las relaciones sociales o la apoteosis de un tipo de subjetividad ensimismada que es, en verdad, una forma de sumisión.

Nadie, a la muerte del Dictador, pensaba que los logros alcanzados por un grupo de jóvenes psiquiatras y trabajadores de la salud mental (integrados en una red de saberes y compromisos que recorría secretamente los hospitales y manicomios de todo el Estado) fuesen tan frágiles, tan fáciles de desbaratar. Y, sin embargo, cuando el enemigo está dentro, algunas derrotas tienen ese carácter de rendición inesperada o, directamente, de traición. “Dentro del PSOE todo; fuera, nada”, advirtió un responsable del área de salud mental tras el triunfo electoral. ¿Quién iba a sospechar, a fin de cuentas, que la reacción al impulso transformador de la antipsiquiatría se plantease desde dentro del mismo grupo que años antes paseaba a Franco Basaglia por España, entre aquellos conspiradores que, reunidos en la clandestina Coordinadora Psiquiátrica, aspiraban a tomar el control de la Asociación Española de Neuropsiquiatría? ¿Quién podía siquiera imaginar que la descentralización de los servicios, con la apertura de unidades de proximidad y centros de día, conllevaría la expansión de la medicalización más allá de los síntomas, más allá incluso de la enfermedad, como un circuito cerrado que a la vez sana y produce malestar?

El proceso que arranca con las primeras elecciones democráticas celebradas en 1978 supone el final de una serie de prácticas terapéuticas que, gracias al vacío de poder del final del franquismo, había experimentado con un modelo de asistencia humanista todavía dentro de la institución, entendida ésta como un espacio intermedio, mitad monasterio, con sus rutinas y ritmos, mitad comunidad de descanso o retiro. Son los años del impulso comunitario y de las primeras tentativas de sector que, derribando los muros de los hospitales mentales acondicionados durante el desarrollismo, buscaba hacer del cuidado un asunto público que implicase a toda la sociedad. En verdad, el impulso transformador apenas duró un suspiro. Una década de esperanzadores cambios que, bajo el paraguas de un concepto posteriormente criticado por sus mismos “inventores”, agrupaba un conjunto de estilos y de ideas divergentes. Psiquiatría democrática, psicoterapia institucional, práctica radical o reformista: un conjunto de procedimientos que afectaron, en primer lugar, a la dialéctica entre doctor y paciente, a la forma de escuchar y comunicarse, dibujando una nueva institucionalidad donde la etiología se orientaba hacia el análisis ideológico, y no sólo hacia lo biológico. Sin llegar a la radicalidad del SPK (Colectivo de Pacientes Socialistas) alemán, que negaba la existencia de la locura y pensaba la enfermedad como un arma contra el capitalismo, la transformación protagonizada por nombres como Enrique González Duro, Ramón García, Luis Torrent, Ana Seró o Fernando Colina evidenciaba el siniestro efecto que producía el encierro en el cuerpo de los “enfermos”, esto es, la performatividad de la enfermedad, que diríamos hoy, o su carácter de doble y profecía autocumplida. Así, junto con la modernización de unas instituciones ancladas entre la beneficencia y lo carcelario, pasamos a modernas instalaciones con pabellones mixtos, y también a una política de altas y bajas encaminada a la reducción de camas, dentro de una nueva lógica terapéutica que experimenta con teatro, fiestas, pintura o música, además de con distintas fórmulas de talleres e inclusión laboral.

Informe sobre la Refoma psiquatrica en Asturias 1986 Si bien el relato de la Transición narra un progreso en la asistencia que culmina en 1986, cuando finalmente se aprueba la Ley General de Sanidad tras una serie de debates a puerta cerrada que excluyen a aquellos que no se sitúan en la línea de pensamiento del PSOE, la realidad es bien distinta. En ese sentido, cabe señalar cómo las autoridades políticas que sobreviven a la hecatombe del movimiento nacional, atrincheradas en ayuntamientos y diputaciones, empiezan pronto, antes de 1975, a reprimir a profesionales e instituciones donde la nueva psiquiatría chocaba contra el decoro y las buenas costumbres de una sociedad temerosa del poder disruptivo de la locura. Es, primero, el caso de Oviedo, antes incluso de acabar los sesenta, y luego de las Clínicas Francisco Franco de Madrid, de Conxo, en Santiago de Compostela o del Hospital de la Santa Creu, en Barcelona. Una cadena de celebradas victorias y reincorporaciones de personal tras varios procesos de huelgas y encierros que, con el asentamiento de la Democracia, pronto se convierten en derrotas cuando las autoridades socialistas deciden volver al internamiento más duro, y los medios de comunicación, instalados en el clientelismo, informan de cómo la segregación y la violencia pertenecen en realidad al orden natural de las cosas. Atrás quedaban los reportajes publicados por Triunfo sobre la Reforma, así como los dos monográficos que El Viejo Topo y Ajoblanco dedicaron a la politización de la psiquiatría, entre mediados y finales de los años setenta.

Sobre todo, cuando algunos profesionales vinculados a la antipsiquiatría acceden a cargos de responsabilidad en las autonomías y deciden, tras liquidar su pasado comunista, entregarse a los brazos de la industria farmacéutica, al mismo tiempo que planean terminar con los hospitales psiquiátricos y, de paso, comprueban cómo la esquizofrenia también puede darse entre la población que nunca ha pisado un manicomio. De esta forma, los enfermos, en principio destinados a centros de día que pretendían descentralizar la asistencia, pero que apenas contaban con presupuesto y apoyo social, quedan al cuidado de unos familiares que no tienen ni los medios ni el conocimiento necesario. Un nuevo encierro, más invisible si cabe, que emerge donde menos se lo espera. Y que coincide, además, con el final de la sociedad del bienestar y el auge de las clínicas y hospitales privados, todavía vinculados a la Iglesia, que florecen ya antes de la llegada del Partido Popular al Gobierno, cuando se confirma que la salud mental iba a quedar marginada de la Seguridad Social, que se ocupará tan sólo de gestionar recetas y atender a agudos que son ingresados, temporalmente, en una planta cerrada del hospital general de turno.

Cómo vivir juntos, Roland Barthes realiza una extraña apología del encierro. Se intuye en ella una añoranza de espacios de reclusión no sólo relacionados con la norma monástica, más voluntaria que forzosa. En este sentido, las referencias al sanatorio de La montaña mágica de Thomas Mann como un espacio para protegerse de las violencias del mundo, si bien no parecen suficiente para habilitar una reivindicación del asilo, en cierto sentido nos permite una relectura desmoralizante del potencial curativo de ciertos espacios comunitarios. Es ridículo reivindicar aquellas lúgubres cárceles con capacidad, a veces, para más de mil personas. Aunque queda en el aire la tarea de imaginar una nueva cultura (post)psiquiátrica que, más allá del profesionalismo, no sólo dependa de los químicos y de las terapias médicas. Es decir, la tarea de pensar cómo hacer de la diferencia un derecho y no un defecto a corregir: de qué manera podemos vivir-juntos desde una singularidad, desde una diferencia, que es en realidad principio común, cuando los problemas psicopatológicos no dejan de remitir a la vida social y la organización del trabajo.

Una nueva cultura de la locura tras el final de la psiquiatría

Desde hace décadas, Guillermo Rendueles, superviviente de las guerras psiquiátricas de los setenta, participante en las experiencias de Salt y Oviedo, que a la postre le valieron una suspensión y una largo servicio militar en las Islas Canarias, viene alertando sobre cómo la psiquiatría está siendo engullida por la neurología positivista y lo que él llama el auge de las ciencias “psi”, disciplinas paracientíficas que trabajan con cualquier malestar que no puede ser incluido en la antigua clínica somática. Una corte de batas blancas y falsos profetas nos invita a perseguir la felicidad en todo momento, a no estar tristes, a disfrutar sobre todas las cosas, a no ser un adolescente con déficit de atención, así como a evitar todo tipo de vicios. “Usted no necesita un psicólogo, necesita un comité de empresas”, es una de las consignas más celebradas de Rendueles, quien todavía le da vueltas a cómo combatir los efectos coercitivos de una práctica que ha dejado de tratar sobre cómo podemos vivir bien. Otro es “no, gracias”, lema convertido en asociación que combate la afición de las farmacéuticas a pagar viajes y estancias a médicos en congresos. Un ejemplo de cómo, en sus propias palabras, “desmedicalizar no supone rechazar la cura médica, sino separarla del uso ideológico que supone convertir vidas en enfermedades”.

Los setenta quedaron atrás. Las formas del activismo, junto con los discursos y los modos de reunión, han cambiado. Y, sin embargo, estos últimos años se respira algo parecido a una nueva ola de cuidados, afectos y politización de la enfermedad mental. Abundan seminarios y encuentros de todo tipo que tratan de pensar la locura desde lo extrahospitalario y la despsiquiatrización. No paran de aparecer grupos en las redes sociales, como el celebrado Otra esquizofrenia es posible. Y algunas revistas, no sólo académicas, dedican espacio a autores que defienden la potencia de la anomalía, de lo intempestivo, en tanto que forma de poner en abismo las grietas del sistema. Incluso algunos partidos políticos se acercan al tema fundando círculos que se dedican a pensar qué significa estar enfermo en el actual contexto de precariedad sistemática. Sin desatender el sufrimiento, colectivos médicos, usuarios, familiares, artistas y trabajadores de la cultura están tramando las líneas maestras de un nuevo imaginario de la salud mental para una nueva cultura (post)psiquiátrica, que ya no rechaza la enfermedad, sino que la explora como acontecimiento, la cabalga, en su radical ambivalencia.

The Hearing Voices Cafe proyecto de La Revolucion Delirante y Dora GarciaThe Hearing Voices Cafe? proyecto de La Revolucion Delirante y Dora Garcia ¿Curar de qué? ¿A quiénes? ¿Para qué? Parecen preguntarse un grupo de personas de distintas partes del Estado español que, en conjunto, están imaginando vínculos y alianzas posibles. Cabe señalar el nuevo papel de algunos museos, como el trabajo de clínica analítica llevado a cabo por Montserrat Rodríguez Garzo durante años en el MACBA. O del MUSAC, donde se llevan a cabo interesantes exposiciones y situados programas públicos de propuestas de terapia no-médica como el que propone La Rara Troupe, un espacio de encuentro y un grupo de investigación artística para diagnosticados y no diagnosticados. Otros ejemplos son la modesta asociación Hierbabuena de Gijón, con cientos de afiliados, y también La Revolución Delirante de Valladolid, un grupo de profesionales que ha colaborado con la artista Dora García en proyectos como el Café de los oidores de voces. Junto con el deseo construir una forma de asistencia popular y colectiva, todos coinciden en pensar la identidad como algo inestable, al margen de certezas cartesianas y fábulas de emprendeduría. Una postura que en ningún caso busca la inclusión, concepto victimizante como pocos que desarma un tipo de sensibilidad y de saber-hacer otro, resistente, donde lo raro, lo rechazado y lo reprimido son puestos en valor como estrategias de sociabilidad alternativa. “Nadie debería vivir en una sociedad que esconde y maltrata a parte de sus miembros con soluciones desesperadas. Esa es una sociedad no transitable, una sociedad que debe ser remplazada”, parafraseando a Frantz Fanon.