‘Patria’, de Fernando Aramburu, una novela que refleja muy bien el conflicto austrohúngaro

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Patria, de Fernando Aramburu: una novela que refleja muy bien el conflicto austrohúngaro 

Algunas reflexiones sobre la claudicación de la crítica (y algo más)

Javier Rodríguez Hidalgo

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En el próximo número de la revista Cul de Sac, que espera ver la luz a finales de año, aparecerá esta reseña de la novela de Fernando Aramburu Patria, el fenónemo-literario-del-año. Los editores de la revista han querido adelantarse unos meses a su aparición en papel y favorecer así una discusión que explore los resortes que han hecho de esta novela un éxito total de público y crítica. Desde Briega queremos contribuir a la difusión de esta discusión.

Javier Rodríguez Hidalgo (1978) es traductor y escritor. Entre 2001 y 2002 estuvo en la cárcel por delito de insumisión. Colaboró con el boletín de crítica antiindustrial Los Amigos de Ludd, aparecido entre los años 2001 y 2006. Más tarde fue el editor de la revista Resquicios. Ha participado en la lucha contra el TAV (Tren de Alta Velocidad) en el País Vasco. Asimismo, ha traducido al castellano a Lewis Mumford, E. M. Forster, H. D. Thoreau, Alexandre M. Jacob, Jaime Semprun, René Riesel, Jean-Marc Mandosio, Pablo Sastre y Joseba Sarrionandia, entre otros. En Ed. El Salmón ha publicado los libros La revolución en la crítica de Félix Rodrigo Mora y ¿Sólo un dios puede aún salvarnos? Heidegger y la técnica, amén de haber traducido los libros George Orwell ante sus calumniadores, Un futuro sin porvenir. Por qué no hay que salvar la investigación científica, Foucault: la longevidad de una impostura, El paraíso -que merece ser- recobrado y La Máquina se para. Para Cul de Sac ha colaborado con los artículos «Imaginarios apocalípticos», «¿Hay una transición en la cultura?», «Ante el auge del neomarxismo» e «I, desgraciadamente, el dolor crece».

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La novela

En un principio, mi intención era hacer una reseña de Patria exclusivamente como obra literaria, ya que me parecía que la mayor parte de críticas que no han dejado de publicarse en la prensa desde septiembre se han centrado sobre todo en el contenido político del libro (su «mensaje», por decirlo con un término que detesto pero que resulta más que adecuado en este caso). Echaba de menos un análisis de lo que fundamentalmente debería decidir si Patria es una buena novela o no, esto es, de la calidad de la prosa de Aramburu. Pero casi todo lo que había que decir al respecto lo dijo Iban Zaldua en «La literatura, ¿sirve para algo? [1]». Para evitar ser redundante, he preferido completar su análisis y tratar de entender cómo una novela tan mediocre ha podido suscitar tantos encomios por parte de una crítica que, si hubiera sido digna de tal nombre, debería haber mostrado más lucidez ante el fenómeno Patria.

El libro ha sido tan leído y se ha contado tantas veces que no vale la pena analizar en detalle el argumento. Relata la historia de dos mujeres vascas, Miren y Bittori, unidas por la amistad hasta que la violencia de ETA las separa: Joxe Mari, hijo de Miren y Joxian, mata al Txato, marido de Bittori y empresario amigo de sus padres. Este acontecimiento marcará a las dos familias y condicionará la evolución de todos los personajes, hasta la reconciliación final de las dos matriarcas. En paralelo a esta historia central se despliegan otras paralelas, centradas en el resto de miembros de ambas familias.

Si el libro ha suscitado tantas lecturas casi únicamente políticas es porque se prestaba a ello desde el principio. Apenas hay un pasaje que no sea lea con el trasfondo del asesinato del Txato, que es lo que vertebra toda la novela. No obstante, es sintomático que las pocas reseñas que han tratado de analizar el valor literario de Patria procedan casi todas de esa minoría que la ha criticado sin paliativos[2]. La mejor de ellas es sin duda la ya citada de Iban Zaldua que se publicó en Viento Sur, y que entre otras cosas objetaba, con una fórmula excelente, el «contraste entre lo (supuestamente) alto y lo (tópicamente) bajo» que caracteriza el estilo de Aramburu, y llegaba a hablar incluso de «engolamiento» (si bien es poco probable que éste se deba, como sugiere Zaldua, a la tradición barroca castellana; dejemos a los clásicos en paz, porque ellos ya avisaban de que «toda afectación es mala»). Otra acusación que se ha hecho frecuente entre las escasas críticas negativas es la del maniqueísmo de las situaciones y el esquematismo en los personajes. En el blog de La Medicina de Tongoy se dice: «[Patria] es de un simplismo atroz (pero ATROZ), sobre todo teniendo en cuenta que se vende precisamente como todo lo contrario[3]».Pero incluso el maniqueísmo y el carácter estereotipado de los personajes serían defectos menores si no fuera porque nada en el libro consigue hacerlos creíbles. Acerca de otro «conflicto vasco» (lo escribo entre comillas para no ofender a ciertos patriotas hispanos), Miguel de Unamuno escribió una novela excepcional, Paz en la guerra, en la que todos los personajes representan un arquetipo social: el carlismo anacrónico, el embrionario nacionalismo bizkaitarra, el socialismo obrero, etc. Con una curiosa semejanza al Joxe Mari de Patria, en la obra de Unamuno el personaje de Ignacio Iturriondo se suma a una lucha violenta (el carlismo insurgente) para vivir una aventura que le aleje del tedio de una vida muy alejada de los sueños de exaltación heroica que ha alimentado desde su adolescencia. Unamuno describe así la frustración de Ignacio, esa frustración que le hará dejar su vida en Bilbao para tomar las armas por la causa carlista:

Metieron a Ignacio en el escritorio [de la oficina]. Al principio iba bien con la novedad, pero muy pronto empezó a odiar aquel potro en que le tenían sujeto a la banqueta, haciendo números del numerario ajeno. El odio al escritorio fuésele convirtiendo en odio a Bilbao, a todo poblado. Querría ser de la última anteiglesia, del rincón más escondido, no pisado jamás por pozano alguno. En Bilbao se burlaban del aldeano los nietos de aldeanos; molestábale ver cómo trataban a los nietos de aldeanos; molestábale ver cómo trataban a los batos, y empezó a ocultar que era bilbaino, y a falta de saber vascuence, a estropear adrede y por gala el castellano, que aprendiera desde la cuna, de padres que en la suya balbucearon vascuence.

Tanto como odiaba a la calle, amaba al monte. Esperaba con ansia los domingos para escapar a él con Juan José. Las calles de la villa le ahogaban, los paseos dábanle grima. ¡Cosa hermosa el monte, donde sin lechuguinos ni señoritas, en la corriente de aire sano, gritaban si querían, y si querían se desabrochaban el pecho de la camisa!

Ignacio Iturriondo comparte muchas cosas con Joxe Mari. Poco dado a la reflexión, pasará del tedio en los primeros compases de la lucha armada hasta encontrar la exaltación en la violencia, y también matará, al principio con emoción y luego de manera anodina. Pero Unamuno trata en todo momento a su personaje con una gran humanidad aunque no simpatizara —es evidente— lo más mínimo con su causa. Comparemos el tratamiento que hace el escritor bilbaíno de su personaje con el estilo de Aramburu (lo que me parece legítimo, dado que la crítica considera su novela «un hito en nuestras letras[4]» y que los nombres de Galdós y Tolstói se han recordado a menudo para elogiar el libro del que hablamos aquí). El capítulo 36, probablemente el más sonrojante de un libro digno de suscitar la admiración de los héroes de ¡Sálvame![5], recrea una conversación que evoca el ambiente en que se forman los «jóvenes turcos» de ETA. Cito un pasaje difícilmente resumible:

Al otro de la mesa, Jokin pintaba un panorama paradisíaco de socialismo e independencia, con los siete territorios de Euskal Herria unidos y sin clases sociales, donde hasta la hierba, qué te juegas, hablará euskera. Y luego, lo que es por él, estar a buenas con los españoles y los franceses, ¿eh?, pero ellos en su casa y nosotros en la nuestra. Exponía los pasos estratégicos conforme a la senda establecida por la Alternativa KAS. La cuadrilla trincaba, estos calimochos, esas cervezas, con gesto unánime de aprobación.

[…]

—A todo el que se ponga en medio, estorbando el logro de nuestro objetivo como pueblo, hostia al canto. Aunque sería mi aita, cagüendiós. Esto es como ir de A a B. Estamos en A —apoyó la yema del índice en la mesa— y B está ahí, donde el vaso ese. Pues vamos a B cueste lo que cueste.

La rueda de amigos lo secundaba de gesto y de palabra. Uno:

—Día a día, cada cual en su pueblo o en su ciudad, y esto lo sacamos adelante.

Otro:

—Pero va a costar, ¿eh? El Estado es duro.

—El Estado es la puta hostia.

A Monsieur Aramburu debieron de explicarle un día que todo lo que no es verso es prosa, así que esto también es prosa. Por eso en la novela abundan los pasajes tan vergonzosamente increíbles como el que acabo de transcribir. Éste es, a mi juicio, el lastre más grave de Patria: su incoherencia o, por decirlo de otro modo, su violación del principio de Aristóteles: «se debe preferir lo imposible verosímil a lo posible increíble». Tratándose de una novela de tesis, la labor del novelista —y, por ende, lo que permitiría valorar su mérito— consistiría en hacer creíble esa tesis y evitar que el lector reaccionase con escepticismo a los momentos más delicados, ya que, como ha dicho Alberto Moyano, «los diálogos conspiran sin tregua en contra de la propia trama».

Podemos resumir sin exageración la tesis del libro de Aramburu así: una minoría intransigente ha usado el terrorismo para conseguir la independencia del País Vasco, a menudo matando a sus propios compatriotas si así convenía a la causa. Esta violencia a su vez ha engendrado otras violencias, como la tortura, la dispersión penitenciaria o los GAL, cuyos efectos han recaído sobre todo en esa minoría extremista, organizada en torno a ETA, pero también en los sectores sociales que le servían de colchón social. Al mismo tiempo, el terrorismo ha generado durante décadas un clima de amedrentamiento y de miseria moral, porque nadie se atrevía a hablar en público contra ETA ni a solidarizarse con sus víctimas. Ahora, cuando ETA ha dejado de matar y se aproxima su disolución, la reconciliación puede ser posible, debido sobre todo a la integridad de las víctimas del terrorismo, por la valentía y la dignidad con que han sobrellevado su sufrimiento. Gracias a ellas es posible que quienes hayan matado vuelvan a salir de la cárcel asumiendo sus culpas y esperando el perdón, una vez purgada su condena.

La calidad de Patria radicaría en su capacidad de hacer verosímil esta tesis. Por desgracia para su autor, pero también para quienes no comparten su visión de las cosas y asisten perplejos al éxito de la novela como crónica de una época, el fracaso es estruendoso. El propio lenguaje de la novela impide tomarse mínimamente en serio algunas de las situaciones, que recuerdan de manera invariable a esa especialidad tan típica de la prensa española que dura hasta nuestros días: el safari periodístico-etnológico en tierras vascas. Y se intentan explicar de este modo fenómenos como la llamada kale borroka:

Joxe Mari miraba a cada instante el reloj. Y Koldo, que no venía. Jokin se entretenía ojeando las páginas del Egin. La taberna, la calle, semivacías. Y eso que pasaba de las ocho de la tarde, hora de charlar y potear. La chavalería abertzale coreaba eslóganes en la manifa de protesta por la detención reciente de un comando. También la cuadrilla del pueblo, que se había desplazado a San Sebastián como quien va a la guerra porque, se mire por donde se mire, esto es una guerra. O un conflicto o como se le quiera llamar. […]

Esperaban intranquilos a Koldo, sin probar una gota de alcohol. Otros beben para envalentonarse, pero ellos no porque tienen convicción y disciplina, y porque les gustan, dicen, las cosas bien hechas. Las chapuzas son impropias de vascos (Joxe Mari). El miedo, para el que lo necesite (Jokin).

Koldo, Koldito, ven corriendo si hace falta, no falles. ¿Por qué tanta prisa? Pues porque no querían que se les adelantasen los jarraitxus de Rentería. Ya una vez estos habían estado más espabilados que ellos y se quedaron con el mérito. ¿Y eso? Pues nada, que le pegaron fuego a una lanzadera nueva de más de veinte millones de pesetas, marca Mercedes, que eso sí que hace pupa a las arcas municipales.

Supongo que habrá quien considere que pasajes como éste son una descripción de la «banalidad del mal» o algo así. Para mí es sencillamente un caso clamoroso de frivolización de la violencia. Otro ejemplo: estos mismos personajes usan prolíficamente los términos «opresores» y «opresión» cuando designan a sus enemigos. Curiosamente, se trata de dos palabras que en las últimas dos décadas apenas se habrán utilizado en serio fuera de los comunicados de ETA. Al contrario, forman parte más bien del atrezo habitual con que en los medios de comunicación españoles se pretende caracterizar el discurso del nacionalismo vasco en general, y de la izquierda abertzale en particular[6].

Por supuesto, este empleo de la caricatura sería, como cualquier otro recurso en literatura, perfectamente legítimo. Recuérdese, a modo de ejemplo, la manera tan despiadada con que Dickens retrata a las tejedoras de Historia de dos ciudades, que asisten impávidas a los guillotinamientos cometidos por esa Revolución Francesa que las ha puesto en la primera fila de la Historia. El perfil grotesco de los personajes de Dickens no merma en absoluto la calidad de la novela, ya que se engarza con coherencia en su universo particular, es decir, en el mundo autónomo que toda novela debe crear, aunque ese mundo se base supuestamente en el de la vida real. En el caso que nos ocupa, lo que el narrador de Patria tendría que justificar es cómo una acémila de la envergadura de Joxe Mari puede hacer una evolución como la suya, desde una militancia particularmente descerebrada hasta su arrepentimiento final, y aquí es donde la novela es particularmente fallida. Se supone que a Joxe Mari, pese a sufrir en prisión unos malos tratos que deberían contribuir a enrocarlo aún más en su extremismo, le queda la suficiente humanidad para asumir el daño causado a sus víctimas, incluido el Txato y su familia, y acabar aceptando la necesidad de la redención, que sólo pasa por el perdón de las víctimas (en este caso, la viuda del Txato). Nada en Patria explica esta evolución. Es más, tal como se narra este proceso en la novela es inevitable llegar a una conclusión fundamental para comprender el universo de Patria: a medida que el personaje de Joxe Mari se sensibiliza y adquiere empatía, su inteligencia parece aumentar (o más bien comenzar a existir, visto su comportamiento inicial). En la novela de Aramburu, tener conciencia es sinónimo de tener luces; de ahí que todos los personajes del entorno de la izquierda abertzale sean verdaderos ceporros (salvo Patxo, el jefe del comando de Joxe Mari, que para eso cursó el primer año de Geografía y será el primero en renegar de la violencia una vez encarcelado). Por eso Joxe Mari irá haciéndose persona a medida que se aleje ideológicamente de ETA desde su celda, sin que el lector sepa muy bien cómo se ha hecho mayor de repente ese brutote que echaba de menos la cocina de su mamá cuando estaba encerrado en un piso durante su etapa de militante clandestino.

Lo mismo ocurre con el personaje de Miren, auténtica «tejedora» de Dickens que con su cortedad y su egoísmo hace increíble que pudiera haber sido amiga de Bittori, la esposa del Txato, aunque sólo fuera durante diez minutos. Frente a Miren y su racismo visceral, sus fritangas nocturnas y sus razonamientos prelógicos, cuesta imaginar que Bittori se dignara reconocer siquiera la existencia de una alimaña como la madre de Joxe Mari, por muy rico que estuviera el chocolate que tomaban juntas. Desde un punto de vista literario, al lado de esta inverosimilitud el resto de defectos de la novela son casi secundarios: el tono melodramático e inane de las tramas secundarias o el lenguaje impostado, nada de ello es tan grave como la disparatada evolución de los personajes, que en definitiva es la que debería justificar toda la historia, absolutamente incomprensible. Al final, si se produce un conato de reconciliación es por exigencias del guion, pero no porque la lógica interna de la propia novela la haga creíble.

La crítica

Por todo ello es necesario detenerse en las críticas que ha suscitado la novela. No tiene nada de extrañar el perfil apologético de las reseñas de Carlos Martínez Gorriarán («Patria, la novela y la crítica»[7]) o Mario Vargas Llosa («El país de los callados», El País, 5-2-2017), ya que en su actividad como publicistas han sostenido durante décadas un discurso idéntico al que sostiene Fernando Aramburu en sus declaraciones públicas, y que es el mismo que se destila en Patria (con una salvedad fundamental, la cuestión de la tortura, que discutiré al final de este apartado). Sin duda, ambos han visto en este libro la plasmación literaria de sus ideas, radicalmente opuestas de los nacionalismos periféricos y partidarias del español. Martínez Gorriarán, además, tuvo que llevar escolta por la amenaza de ETA. En buena lógica, estas recensiones realizan una lectura casi exclusivamente política de la novela y alaban la descripción del clima social que, en su opinión, ha servido de justificación para la violencia en el País Vasco.

Más sorprendente me ha parecido la entrega sin condiciones de la mayor parte de la crítica española, incluyendo a expertos en literatura contemporánea. La primera reseña que se publicó, unos días antes de que el libro se exhibiera en librerías, fue la de José-Carlos Mainer «Patria voraz», El País, 2-9-2016). Mainer traía a colación a Coetzee, Galdós y Tolstói para explicarnos que la obra de Aramburu es no sólo «una gran y meditada novela» sino incluso un documento sociológico y etnográfico:

es una novela extensa y memorable que abarca 40 años de fascistización de una sociedad cerrada y recelosa y otros tantos de degradación moral de las instituciones del Estado. Allí está todo: el mundo de la lucha armada y el encarcelamiento de sus héroes, la hipócrita y cruel ocultación de sus víctimas, la constitución de una mentalidad de «pueblo elegido» y perseguido, el bochornoso papel de la Iglesia católica y sus imanes parroquiales, la diaria y sistemática práctica de división de una comunidad en buenos y malos. Aramburu ha retratado las dos caras de una sociedad arcaica y patriarcal que ha preservado los valores de unidad familiar (es significativo que castellanohablantes y euskaldunes usen la misma nomenclatura vasca de la jerarquía familiar: amona, aita, ama, osaba…) y donde la cuadrilla es el instrumento de socialización de adolescentes y jóvenes. Y queda claro que la misma mentalidad que sustenta una gran cohesión social ha sido el caldo de cultivo natural de la justificación de la violencia y del ejercicio del acoso fascista al sospechoso (pintadas, manifestaciones, culto a los retratos de los héroes).

A partir de aquí, las fórmulas elogiosas se quedarán cortas para exaltar el valor estético de Patria. Por ejemplo, Rafael Narbona habló en similares términos ditirámbicos: «Patria evoca la sabiduría narrativa de Tolstói y Galdós, convenientemente actualizada[8]»; y Galdós y Tolstói aparecen, junto a Cervantes y Stendhal, en la reseña de Javier Rupérez[9].

Pero sobre todo se ha insistido en el valor «moral» o «ético» del libro como si fuera un añadido de calidad literaria, además de su rigor como documento socio-etnográfico. Así, Nadal Suau: «La novela, de lectura apremiante, está atravesada por una sutil corriente de situaciones que cohesionan su verosimilitud pero también su posición ética, y que podrían servir para sintetizar sus intenciones profundas[10]»; Anna Caballé: «[Aramburu] se ha convertido en un referente imprescindible, por no decir un héroe, de la conciencia histórica de nuestro tiempo[11]»; o Vargas Llosa: «una descripción muy sutil de la degradación moral que [la violencia] provoca en una sociedad, corroyendo sus valores, enemistando y envileciendo a la gente, destruyendo las instituciones y las relaciones humanas. Pero evita, con buen tino, las disquisiciones ideológicas, limitándose a mostrar, a través de episodios escuetos y siempre seductores, cómo, sin quererlo ni saberlo, toda una sociedad de gentes sanas, sin misterio, va siendo arrastrada poco a poco, concesión tras concesión, a la complicidad y a veces a las peores vilezas» (en la reseña ya citada).

Y, simétricamente, si esta ficción constituye un monumento a la conciencia, la sociedad que retrata es una fosa de abyección: «una sociedad enferma, afectada por un miedo promovido y dirigido por individuos convencidos de que su causa permite cualquier atrocidad contra quien no la comparta» (Juan Aparicio Belmonte[12]); «una sociedad enferma, envenenada por los dogmas ideológicos de la superioridad racial y por los religiosos de una iglesia culpable y cómplice, dominada hasta el fondo de sus almas individuales y colectivas por un miedo cerval, incapaz de análisis, reacción o resistencia» (Javier Rupérez); «una sociedad vasca que ha sufrido –y tardará mucho tiempo en recuperarse– una grave enfermedad moral[13]» (Cayetano González); o una «sociedad envilecida» (Jordi Gracia[14]).

Todas estas alabanzas anonadan teniendo en cuenta la mala prensa que ha tenido en las últimas décadas la literatura comprometida. Sospecho que lo que condiciona el valor de la «literatura comprometida» para este tipo de crítica no es cuán buena literatura sea, sino con qué se compromete.

Por su longitud y su ambición, esta última reseña de Gracia que he citado merece especialmente nuestra atención, porque intenta salir al paso de la crítica más repetida contra la novela de Aramburu: la del simplismo de sus personajes y situaciones. No en vano, este reproche aparece en todas las (escasas) recensiones negativas de la novela, como la ya mencionada de Iban Zaldua o la de Alberto Moyano (a la que volveremos más tarde), o alguna otra anónima («Reseña y contrarreseña: Patria de Fernando Aramburu»[15]). Juan Luis Sotés, en un texto impagable desde su mismo título («Patria, la novela que emocionó a Spielberg», 12-2-2017), lo ha sintetizado con mucha sorna y sentido común:

El reparto es de traca. Tenemos a un personaje bastante bruto y prácticamente iletrado que, lógicamente, se convierte en terrorista. Su hermano no, fíjate, porque es un chico que no para de leer y de pensar, con una enorme sensibilidad. Claro, es gay, así se entiende. También tenemos a la ama dominante, hembra alfa de su hogar y al padre mindundi para el que solo existen su cuadrilla, la taberna, la bicicleta y los partidos de pelota por la tele. Es decir, si Aramburu escribiera sobre un andaluz supongo que sería juerguista, indolente, chistoso y espectador fiel de Se llama copla. La víctima no es así, mira por dónde, es afable, emprendedor, un empresario modélico que da trabajo a todo el pueblo, esposo y padre amantísimo… ¡Cómo no te va a dar pena que lo maten, coño! Y resulta que las dos familias, la del asesino y la del asesinado, eran muy pero que muy amigas, tanto que las madres se juntaban para merendar de tarde en tarde. A una le gustaban más los churros y a otra las tostadas. Otra muestra de sutil simbología. Así se entiende que la madre del etarra, entre chocolate y chocolate, se convierta en la capitana del abertzalismo. Porque el autor no espera ni un par de capítulos para permitir la evolución psicológica de un personaje que, por una especie de amor ciego a su hijo, ahora odia sin concesiones a quienes, apenas una merienda antes, amaba[16].

Ante una acusación de esquematismo y maniqueísmo que no ha dejado de repetirse en todas las críticas negativas, y aun en algunas más favorables, Gracia intenta dignificar la penuria literaria de la novela con el siguiente argumento: contrariamente a lo que «algún precipitado crítico ha querido dejar mínimamente flotando», el autor de Patria no ha escrito «una novela de tipos ni incurre en el realismo socialista o costumbrista». Y continúa: «En las primeras páginas puede asaltarle al lector (me asaltó a mí, al menos) el temor a asistir a la buena fe de ese viejo realismo concebido para instruir y prescribir las buenas conductas pero nada en esta novela está hecho sobre fichas con las respuestas escritas». Al contrario, Patria es «una novela marxista, materialista y atea», puesto que «aduce la pluralidad de vidas y edades y experiencias para explicarlo todo». Por eso no debe hacerse una lectura superficial de esta «novela majestuosa», que está saturada «de mensajes cargados de sentido a través de omisiones silencios, mensajes cifrados en el lenguaje corrupto del miedo».

Ahora bien, el primer desmentido de esta tesis lo ha dado el propio Aramburu, que en sus numerosísimas declaraciones públicas tras el apogeo de la campaña navideña en torno a Patria se ha dedicado a remachar el mismo discurso que viene repitiendo desde hace años. El que Gracia califica de «inagotable Victor Klemperer de las costumbres de los últimos treinta años» (no podía faltar la comparación con el nazismo, como exige la ley de Godwin) no ha dejado de repetir ciertas ideas que aparecen nítidamente reflejadas en su novela, como la presunta primacía otorgada por las instituciones a la literatura hecha por vascos en euskera frente a los que la hacen en castellano, o las subvenciones que según él mantienen una especie de fondo de reptiles de la cultura en lengua vasca. Aramburu ha reiterado también algo que se desprende de su novela para cualquier lector despierto: la violencia política, o el terrorismo, ha existido en el País Vasco porque una mayoría de los vascos eran tullidos morales. Así, si en una entrevista le preguntan: «¿Usted por qué no fue de ETA?», responde: «Supongo que porque a edad temprana me enseñaron a abrazar[17]». Por lo demás, constatar que los personajes de Patria reproducen tipos sociales no tiene por qué suponer ningún agravio. Como he dicho antes, Paz en la guerra hacía lo mismo. Lo reprobable en la novela de Aramburu es que se trata de tipos chatos que no evolucionan a lo largo de la historia si no es a base de unos volantazos dirigidos por la tesis con que el autor trata de adoctrinar a sus lectores. Volviendo a la reseña de Gracia, es innegable que no consigue convencer de que en Patria existe una verdadera obra literaria oculta tras la selva de tópicos. El resto de sus argumentos suenan a ya sabidos: la vasca es una «sociedad envilecida» en la que una «inmensa mayoría» ha sido «acobardada y calculadora, oportunista y prudente, que justifica una frase anodina y terrible de este libro: todo sucedió en el país de los callados». Como en casi todas las demás reseñas favorables de Patria, la benevolencia con que se juzga el valor literario del libro deriva también en este caso de su postura ética:

lo cuenta la novela porque casi todo sucedió con cajeros reventados, contenedores en llamas o autobuses incendiados, pero también dentro de casa, en la mesa camilla, y hoy se activa en la memoria el recuerdo del silencio cobarde, la claudicación involuntaria, el runrún de la impotencia pusilánime, las ganas de no tener pelea y, sobre todo, tener la fiesta en paz, nada menos.

Ni siquiera falta el consabido apunte etnográfico:

El milagro de la novela es la nadería adictiva de cada uno de los seres que la pueblan, sus intimidades vacuas, sus motivaciones cutres, sus coartadas improvisadas, sus emociones sin depurar: les falta a casi todos más sexo y a muchos les sobra martirologio redentor […].

Como de costumbre, la culpa de lo que ha pasado es de la cuadrilla, de los curas o de la falta de sexo. Al final tenían razón los Lendakaris Muertos: «Aquí no se folla, es el problema vasco». En cambio, en algo tiene Gracia toda la razón: los personajes de Patria son naderías, vacuos, cutres y nada depurados. Ahora bien, el talento del escritor se notaría en que el lector reconozca todo eso sin que le inflijan una nadería vacua, cutre y sin depurar.

No seguiré pasando lista a más reseñas, que comparten un rasgo esencial con la novela: su carácter monótono, banal y machacón, como si sus autores —al igual que le ocurre a Aramburu en Patria— desconfiaran de la capacidad del lector de entender lo que se le dice. Pero me parece elocuente que todas las recensiones laudatorias de Patria, sin excepción, hayan insistido tan enfáticamente en su contenido moral, sobre todo en lo que atañe a la historia principal (la relación entre las dos matriarcas vascas), sin prestar apenas atención al resto de sus cansinas subtramas, que constituyen el engorde de las 650 páginas del libro, lo que demuestra que nadie les ha prestado demasiado atención, más allá de su carácter ejemplarizante para ilustrar la tesis central. Por eso aflige pensar que va a educarse en la literatura a las jóvenes generaciones diciéndoles que Patria es una gran novela.

En cambio, hay algo que pasa desapercibido en casi todos estos comentarios y que, como mucho, aparece sólo esbozado en alguno de ellos. Se trata del capítulo 101 del libro, que merecería un estudio por sí solo. En sus siete páginas se describen las torturas sufridas por el personaje de Joxe Mari tras su detención, y no se omite nada de lo que ha sido normal en los cuartelillos y sótanos de la policía durante décadas: los golpes, la bolsa y los electrodos, más la posterior negación sistemática por parte de jueces y forenses. Frente a tantos otros pasajes francamente bochornosos por su inverosimilitud, éste es mucho más logrado, probablemente porque el autor se ha atenido con pocas piruetas verbales a los testimonios de personas realmente torturadas.

En su reseña del libro (agudamente titulada «Apátrida»), Alberto Moyano, redactor de la sección de cultura del Diario Vasco, hizo unas reflexiones que no puedo dejar de citar aquí:

las opiniones que, a favor o en contra, suscite la novela me interesan muchísimo menos que la conversión de la obra en ejemplo paradigmático de ese fenómeno conocido como el del «elefante en la habitación». En su afán totalizador, la novela incluye un episodio de torturas y hasta una mención al caso de Mikel Zabalza, muerto en circunstancias clarísimas que permanecen aún por esclarecer. Pero lo hace de tal manera que parece que las torturas son un mero y engorroso trámite administrativo que todo etarra o sospechoso de serlo ha de sufrir en régimen de incomunicación, antes de ser puesto en manos del juez. En España, las torturas son una práctica delictiva, pero se da por hecho que funcionarios públicos encargados de vigilar el cumplimiento de la ley las practican desde hace décadas de forma rutinaria —y así consta en la novela. No obstante, a nadie parece llamarle la atención este hecho.

Y, más adelante, al evocar el llamativo titular que Rajoy concedió a El Faro de Vigo («me parece una novela que refleja muy bien el conflicto vasco»), Moyano concluía:

causa verdadero estupor que quien ha sido ministro del Interior y es presidente del Gobierno no sólo no corra al Juzgado a interponer la correspondiente querella contra Aramburu en defensa del honor de sus agentes, sino que considere que la novela —torturas incluidas—«refleja muy bien el conflicto vasco». He aquí el «elefante en la habitación» que nadie menciona. Y, parafraseando al propio Rajoy, «dicho de otro modo: me llama la atención que a nadie le llame la atención[18]».

Moyano exagera un poco, porque no es exacto que nadie haya señalado lo llamativo del capítulo sobre la tortura. Por ejemplo, es de suponer que cuando José-Carlos Mainer evocaba en su artículo para El País la «degradación moral de las instituciones del Estado» se refería entre otras cosas al uso generalizado de la tortura mucho después de la muerte de Franco. Pero en este caso hablar de una «degradación» da a entender que hubo un pasado en el que estas instituciones no estaban degradadas, y es difícil concebir qué época anterior a 1977 puede ser ésa en lo que concierne a la policía española. En la misma línea, Pau Luque señalaba en un artículo levemente crítico sobre Patria que lo que narra «cualquier persona bien informada ya lo sabía antes de leer la novela» («Patria: una opinión discrepante», El País, 8-3-2017). En ese caso, uno se pregunta por qué no podía decirse antes en voz alta sin que de inmediato hicieran acto de presencia los fabulosos «manuales de ETA para denunciar falsas torturas». Sinceramente, no creo que hubiera «tantas personas bien informadas» sobre la prolijidad con que la tortura se ha aplicado en el País Vasco, sobre todo después de 1978[19], y tampoco creo que leer Patria las haya sacado del engaño. Tenemos un ejemplo de lo que digo en la recensión del libro que hizo muy tempranamente Rafael Narbona:

Casi siempre se aborda esta cuestión desde una óptica partidista. La izquierda abertzale esgrime estas prácticas para justificar la lucha armada, señalando que ETA mata, pero no tortura. Es un argumento insostenible, pues es difícil imaginar una tortura peor que sufrir un secuestro y temer –o saber– que el desenlace consistirá en un tiro en la nuca. La imagen de Ortega Lara poco después de ser rescatado por la Guardia Civil muestra con elocuencia que la tortura física y psicológica forma parte de la historia de ETA. La tortura siempre constituye una infamia, pero es una infamia que se repite cada vez que la sociedad sufre el azote del terrorismo. Antes o después, el Estado recurre a la violencia. Por rabia, impotencia o desesperación. Ante la falta de resultados, la tortura siempre representa un atajo. Al margen de las valoraciones morales, el terrorismo es un fenómeno que acaba provocando que las sociedades democráticas vulneren sus propias normas. Tal vez la conclusión que pueda extraerse de esta cadena de calamidades es que la violencia terrorista corrompe a la sociedad, a las instituciones, a los seres humanos que recurren a ella, invocando un ideal.

Dicho de otro modo, hasta la tortura es culpa de ETA, por hallarse en el origen de «esta cadena de calamidades», al hacer que el Estado «recurra a la violencia por rabia, impotencia o desesperación ante la falta de resultados». El juicio de Narbona sobre la supuesta menor gravedad de la tortura respecto a un secuestro es cuestión de opinión, y por lo tanto legítimo (aunque no parece ocurrírsele que el tormento se ha utilizado también durante numerosas «detenciones ilegales», vulgo secuestros policiales, y muy a menudo contra inocentes). Lo que no es discutible es que los hechos que describe en este párrafo no tienen nada que ver con la realidad. Para empezar, porque es falso que la denuncia de la tortura se haya hecho «casi siempre de manera partidista», como demuestran los informes anuales de Amnistía Internacional, de los que la prensa española sólo ha retenido durante décadas las críticas de AI hacia ETA, y nunca, por ejemplo, su exigencia de derogación del régimen de incomunicación[20]. Asimismo, conviene no establecer conclusiones universales, ya que los malos tratos no siempre constituyen una reacción inevitable ante el uso del terrorismo, como prueba el caso francés en los últimos tres años, o el del nazi noruego Anders Breivik. Además, en el País Vasco (como en el resto de España) empezó a utilizarse ampliamente para intimidar a la población veintitrés años antes de que ETA naciera. Pero sobre todo la tortura nunca ha sido un «atajo» para luchar contra ETA sino más bien la vía por defecto, pues entre 1936 y 2015 no ha existido un solo periodo en el que, digamos que a manera de ensayo, se haya perseguido su uso. Y, por último, hay que tener una concepción muy ingenua de la tortura para creer que se debe a la rabia, la impotencia o la desesperación de los miembros de la policía y no a una metodología aprobada por las instancias con mayor poder del Estado, razón por la cual se ha ejercido de manera impune (cuando no generosamente recompensada, ya que el Reino de España es el país que se permite nombrar como representante en el Comité para la Prevención de la Tortura a un torturador condenado —cosa excepcional— e indultado, siendo Rajoy ministro de Interior[21]).

Con todo, incluso la tortura puede llegar a ocultar otras formas que ha adoptado la violencia anti-ETA, y que han afectado a un sector amplio de la población. Quienes han luchado en defensa de la unidad de España (no sería muy coherente decir «en defensa de la democracia») no se han servido sólo del maltrato a detenidos, sino a menudo también del homicidio y el asesinato. En mi pueblo, Portugalete, que dista de ser de los más conflictivos —sobre todo si se compara con Ondárroa, Rentería o Hernani—, entre 1975 y 1984 tres personas murieron a manos de cuerpos policiales en situaciones que no tuvieron nada que ver con un enfrentamiento armado. Los dos primeros ni siquiera militaban en la izquierda abertzale; en cuanto al tercero, miembro de ETA, murió en lo que El País de entonces describió contra la versión oficial (eran otros tiempos) como un fusilamiento apenas encubierto[22].

El capítulo 101 de Patria es problemático desde su propia numeración. 101 es la celda de 1984, la novela de Orwell en que se tortura atrozmente a los disidentes del régimen del Gran Hermano. No sé si la intención de Aramburu era aludir vagamente a este conocido episodio del libro de Orwell o si se trata, más probablemente, de una pura casualidad. En cualquier caso, su premisa parece ser que la policía española ha torturado no de forma impulsiva, sino metódica, brutal y consciente; por eso sorprende que un personaje que parece ser trasunto del propio Aramburu (en el capítulo 109) califique de «Estado de Derecho» al que se ha servido del tormento con tanta profusión.

Habrá quien considere que esta denuncia sincera de la tortura por parte de los cuerpos policiales respalda la visión poliédrica que supuestamente ofrece Patria del conflicto vasco (sin comillas). A mí me parece simplemente que ha incluido un aspecto de dicho conflicto, innegable para la gran mayoría de los vascos pero invisible en los discursos oficiales al respecto, que se incrusta así en el conjunto como el «elefante en la habitación» del que hablaba Moyano. Posiblemente es eso lo que justifica la poca atención que le ha dedicado la prensa.

Un intento de explicar el éxito de Patria

No puede explicarse el éxito arrollador del libro arguyendo exclusivamente el efecto de una campaña mediática apabullante, sino que habría que buscar otras razones más profundas. Según un artículo de El País, un lector de la novela de Aramburu que había llevado escolta durante muchos años por la amenaza de ETA la definió piadosamente como «un libro muy agradecido para gente no especialmente interesada en la literatura[23]». Este juicio fue respaldado de forma tácita por una cadena de librerías, que en algunas de sus tiendas dedicó todo un escaparate a exhibir las consabidas montañas con el último producto de Carlos Ruiz Zafón y Dolores Redondo al lado de Patria. Pocos críticos han señalado lo obvio, esto es, que Patria no es un feliz cruce de «alta literatura» y éxito de ventas (a la manera de Cien años de soledad, por poner un ejemplo claro), sino un best seller a secas. Aunque no existan fórmulas infalibles para su fabricación, Patria respeta muchas reglas del género: busca la identificación del lector con algunos de los personajes, las situaciones son estereotipadas, la trama es sólo superficialmente compleja y no exige ningún esfuerzo para seguirla, los capítulos son breves para no desalentar a lectores perezosos, el morbo abunda y además es un buen ladrillo (para que el lector no habitual crea que se lleva un buen taco de lectura a casa al hacer la compra). Casualmente, Aramburu ha actuado de modo opuesto al que recomienda el personaje del escritor que comparece cerca del final de la novela y que asegura que se deben evitar «los tonos patéticos, sentimentales, por un lado; por otro, la tentación de detener el relato para tomar de forma explícita postura política». Patria también comparte con muchos éxitos de ventas el deseo de convencer al lector de que, al leer su libro, ha escogido el Bien, frente a los descarriados que han seguido la senda del Mal. Como señaló con muchas precauciones Pau Luque en la reseña ya mencionada, si lo que pretendía Aramburu era «armar una epopeya narrativa que tranquilizara nuestras conciencias confirmando que ellos eran los malos y los fanáticos y los burros de pueblo y nosotros los buenos (un poco cobardes, pero buenos al fin y al cabo), Patria funciona —y lo digo sin sarcasmo— a la perfección».

Leer esta novela me ha recordado una leyenda urbana —un susedido— que circuló bastante en el País Vasco de los años noventa, y que en su día oí por tres fuentes distintas, cuando yo tenía unos 18 años: un hombre se veía atrapado en medio de un choque entre jóvenes manifestantes y policías, que se enfrentaban a pedradas y pelotazos, hasta que pudo refugiarse en un portal abierto a la espera de que el ambiente se calmara. En el momento de entrar en ese portal le siguieron varios jóvenes mientras se quitaban las capuchas, creyendo que el protagonista de la historia era uno más de ellos. Casi de inmediato llegó otro hombre para distribuir un sobre cerrado a cada uno de los individuos que se encontraban allí en ese momento, incluyendo a nuestro héroe, que en cuanto pudo se escabulló con el resto para regresar a su casa. Sólo entonces descubriría que el sobre contenía dinero. Moraleja: si la kale borroka existe es porque la izquierda abertzale paga a los chavales (vete tú a saber con qué dinero) para que la líen gorda. Evidentemente, las tres personas —sin relación entre sí— que me contaron esta fábula me aseguraban que lo sabían «de buena tinta» y creían fervorosamente en su veracidad. Pues bien, si Patria ha arrasado es porque ha sabido apelar a un imaginario popular —conformado por la compasión humana, el morbo y la ignorancia política— para el cual historias inverosímiles como la que acabo de contar son perfectamente concebibles. Ésa es la tan elogiada hondura de Patria: literatura de aeropuerto y chascarrillos de taberna y peluquería con ínfulas sociales y literarias. Fuera de la ficción, unas declaraciones del autor de Patria confirman lo que digo. A la pregunta de «¿Alguna vez se sintió señalado?» en una entrevista, respondió (el subrayado es mío): «Alguna vez fui señalado. Uno de mis más fieles antiadmiradores me tildó de escritor estatal cuando estaba activo el terrorismo. Como tantos otros, se me ha querido expulsar del área cultural de la zona, lo cual apenas impulsa la vela de mi barco». Estas pocas palabras en las que se combina la insinuación de que quizá como escritor crítico con ETA pudo sufrir un atentado al ser señalado por otro colega de profesión, así como lo relamido de la metáfora final, son un compendio perfecto del contenido y del estilo de Patria.

Más difícil es explicar el entusiasmo de la mayor parte de la crítica por esta novela. Dejando a un lado la sintonía ideológica que puedan sentir algunos críticos con las ideas que sostiene Aramburu en su libro y fuera de él, semejante extravío requiere una explicación más detallada. Si hubiera que lanzar una hipótesis, diría que hay que remontarse al auge del pensamiento «antitotalitarista» de los años noventa en España, vinculado a una intensa ofensiva ideológica neoliberal y, en otro plano distinto, al éxito de ciertas películas (La lista de Schindler, El pianista), que consolidaron una idea de gran éxito hoy día: los ideales políticos rupturistas, y especialmente aquellos que pretenden alcanzarse mediante la violencia, conducen a la instauración de regímenes totalitarios. Ya a principios de los setenta empezó este debate en Francia, a raíz de la traducción del Archipiélago Gulag de Solzhenitsin, que sirvió de lanzamiento a una campaña de «autocrítica liberal» por parte de algunos intelectuales de pasado maoísta, que serían conocidos más tarde con el nombre de «Nuevos Filósofos». Aparte de preparar el terreno para una evolución hacia la derecha (como efectivamente se confirmará con todos ellos), estos filósofos, o más bien periodistas con veleidades literarias, tendrán en común dos rasgos que me parecen especialmente interesantes para el caso que nos ocupa: por un lado, su obsesión por analizar cualquier conflicto político en términos de moral, reduciéndolo siempre al binomio verdugos-víctimas; por otro lado, un curioso sentido de la ecuanimidad, que llevó a sus representantes más conocidos, Bernard-Henri Lévy y André Glucksmann, a apoyar a los generales «erradicadores» de Argelia en su lucha contra lo que calificaron de «islamofascismo» durante los años noventa. En España, estas ideas se propagaron especialmente a partir de la segunda mitad de los noventa, con el respaldo de los medios afines al PP del «aznarato» y en medio de una campaña de ETA especialmente cruel contra los cargos políticos de este partido (y, más tarde, del PSOE). En un contexto de comparaciones entre el País Vasco y «la Alemania de los años treinta» —absurdo cliché que no explica nada—, medios de comunicación e instituciones nutrieron el culto a lo que consideraban una resistencia cívica al fascismo, pero hacían la vista gorda con casi cualquier crimen que no procediera de ETA o su entorno. Recuérdese, por ejemplo, todo lo que se dijo en la primavera de 2003 ante el cierre policial del diario Egunkaria o, más cerca de nuestros días, el silencio que ha acompañado al proceso por la muerte de Iñigo Cabacas.

De ahí que el trasunto de Aramburu en el capítulo 109 de Patria cargue contra las «convicciones totalitarias» de quienes han luchado por un País Vasco independiente recurriendo a la violencia. A uno no deja de sorprenderle lo prolijamente que se emplean los términos «totalitarismo» y «fascismo» y sus derivados a la hora de hablar de ETA frente a lo raro que es su uso para calificar el franquismo. El jurado del Premio Nacional de la Crítica[24] ha justificado su decisión de laurear a Aramburu por su denuncia de «la fractura social producida por la banda terrorista ETA en el País Vasco», como si dicha fractura no tuviera su origen en el franquismo y el modo en que terminó[25]. Por ejemplo, ningún crítico ha visto síntomas de envilecimiento social alguno en esta evocación nostálgica de la juventud de las protagonistas principales de Patria, que, según la cronología interna de la novela, debió de tener lugar durante los últimos años de la dictadura de Franco:

 

Bittori era más de tostadas con mermelada y descafeinado de máquina; Miren, de chocolate con churros. ¡Con lo que engordan! Le daba igual. ¿Se llevaban bien? Muy bien, íntimas. Un sábado iban las dos juntas a una cafetería de la Avenida, el siguiente a una churrería de la Parte Vieja. Siempre a San Sebastián. Decían San Sebastián como decían Donostia. No eran estrictas. ¿San Sebastián? Pues San Sebastián. ¿Donostia? Pues Donostia. Se arrancaban a conversar en euskera, pasaban al castellano, vuelta al euskera y así toda la tarde.

—¿Imaginas que nos hubiéramos metido monjas?

Y se reían. Sor Bittori, hermana Miren. En ese plan.

Disculpe el lector semejante atracón de azúcar, pero la cita me parecía necesaria para justificar lo que estoy diciendo. Este pasaje, merecidamente ridiculizado por el autor del blog La Medicina de Tongoy, tiene una moraleja obvia: la «fractura social» no existía entonces en el País Vasco, y sólo ETA pudo causarla. Imagínese cómo reaccionarían los admiradores de la novela de Aramburu si un escritor vasco evocara hoy en términos similares un episodio semejante ambientado en el Andoáin de hace quince años.

En resumen, supongo que Patria ha triunfado porque ha sido capaz de adular al mismo tiempo a dos tipos de lectores. Al menos exigente le ha ofrecido un cúmulo de historias entre morbosas y almibaradas con una buena dosis de truculencia; y al lector más bregado, un relato que se adapta al esquema arquetípico del canon antitotalitarista: unos verdugos, que son por fuerza taimados e ignorantes, y unas víctimas primorosas en su humanidad y su inocencia (en todos los sentidos: hasta el día de su muerte, el Txato no parece darse cuenta de lo que se le viene encima).

Pero si hay una causa extraliteraria que ha contribuido al éxito de Patria es que se ha sumado a la «batalla por el relato». Relato es una palabra que Su Pitufísima Patxi López tomó (suponemos que aconsejado por alguien con más lecturas que él) de la filosofía posmoderna francesa, que cuestionaba así los Grandes Relatos totalizadores (¿totalitarios?) de la modernidad —empezando por el marxismo, quizá el más influyente de todos— para sustituirlos por una miríada de relatos en un principio menos ambiciosos. No es este el lugar para discutir qué dijo al respecto Jean-François Lyotard, exmarxista del grupo Socialisme ou Barbarie y padre putativo de la idea, pero bastará esta referencia para situarnos en la discusión sobre «el relato» de Lo Que Ha Pasado En El País Vasco Los Últimos Cincuenta Años (que podemos denominar con el cómodo acrónimo LQHPEEPVLUCA, para evitar decir «conflicto vasco» y así no molestar a nadie). Pues bien, es obvio que con el «deshielo» que supuso el final de la violencia de ETA en 2011 para poder discutir sin aspavientos sobre LQHPEEPVLUCA se han vuelto a señalar aspectos poco recordados por los medios de comunicación hasta este momento, como la elevada mortandad de civiles causada por la policía en el País Vasco durante la Transición. Ciertos hechos nada desdeñables como la aparición de La sombra del nogal de Ion Arretxe (testimonio de las torturas que la Guardia Civil infligió a su autor) han contribuido a arrojar más luz sobre LQHPEEPVLUCA. Tras estos tímidos avances respecto a una visión oficial monolítica, la novela de Aramburu ha constituido en gran medida un regreso al punto de partida. La credulidad con que se ha acogido el montaje de Alsasua o el «caso Cabacas» demuestran lo que digo, pero no hace falta remitirse sólo al País Vasco; podríamos citar un ejemplo más grave, como la impunidad policial en la matanza de El Tarajal[26]. Por lo demás, es sintomático en ese sentido que, entre todas las reseñas que han saludado la rabiosa actualidad del libro en el País Vasco de hoy para no olvidar, no he encontrado ni una sola que apele a la creación de una comisión de la verdad que dictamine, sin consecuencias penales, cuáles son todos los actos de violencia llevados a cabo durante estas cuatro décadas y qué actores (ETA, cuerpos de policía u otros) los han cometido. Como prueba de que la novela ha sido parte esencial en esta batalla por el relato basta recordar que, en el mundo real, días antes del desarme de ETA, Aramburu firmaba un manifiesto redactado por Fernando Savater, Teo Uriarte y otros afines que intentaba reactualizar su muy particular versión de las cosas aprovechando el tirón de la firma del autor de Patria (cuyo nombre aparecía en primer lugar entre los signatarios[27]).

En definitiva, Patria, lejos de ayudar al entendimiento entre vascos y no vascos, no ha hecho más que dificultar aún más las cosas. Sus lectores acabarán el libro tan bien informados sobre LQHPEEPVLUCA como —con el permiso de Berlanga— sobre el conflicto austrohúngaro, y podrán sumarse al coro de reflexiones sobre esa «sociedad enferma» que ha sido la culpable de todo esto. Por de pronto, la novela ya ha relanzado alguno de los peores estereotipos sobre los vascos, como la figura de la matriarca vengadora, mezcla de Brunhilda y la tía Tula, o del mocetón inocentote, noble bruto que se deja manejar al antojo de los profetas de la guerra. Esta última figura era ya uno de los puntos débiles de los Episodios Nacionales del mismísimo Galdós (nadie es perfecto), que se servía de ella en su tercera parte, Cristinos y carlistas, para narrar la primera carlistada. Si bien esta serie quedaba muy por debajo del nivel de las dos series precedentes, al menos Galdós nunca llegó a la caricatura grosera de sus personajes ni a maltratar a sus lectores como Aramburu. Pero los Episodios Nacionales siguen siendo entretenidísimos y muy útiles para conocer el siglo XIX, mientras que Patria es tan aconsejable para comprender LQHPEEPVLUCA como las novelas de Ken Follet o Ildefonso Falcones lo son para estudiar la Baja Edad Media. Por el contrario, su éxito dice mucho de España y de sus fantasmas, de sus fobias y sus obsesiones, porque prefiere condenar antes que comprender, pues confunde comprender con justificar.

Ni siquiera el capítulo 101 ayudará a entender la pervivencia de la tortura en la España constitucional, como demuestra el hecho —ya señalado por Alberto Moyano— de que todo un ex ministro del Interior como Mariano Rajoy Bey haya podido recomendar con alegría una novela que debería ser una auténtica desautorización de su labor como responsable máximo de la policía. También podríamos citar la revista de la Guardia Civil, que —además de la ritual comparación con Tolstói— exalta la novela y se felicita por que la derrota militar de ETA se haya producido «con las herramientas del Estado de Derecho[28]». Teniendo en cuenta que Patria no ha circulado precisamente bajo cuerda, me parece que esto demuestra bien cómo el pegote sobre la tortura no ha conseguido ni siquiera arañar el blindaje de ese puñado de certezas pétreas sobre la violencia en el País Vasco, que siguen bien ancladas y para las que, me temo, hay que augurar una muy larga vida.

No quiero terminar sin señalar algo que tampoco aparece en esas acríticas que se han dedicado al libro y que tanto han recurrido al contexto social para alabar su calidad. Las tentativas de reconciliación en el País Vasco han empezado ya, en su mayoría en municipios gobernados por la izquierda abertzale, lo que explica sin duda el casi nulo eco que han encontrado en la prensa española, la misma que en su día prestaba tanta atención a cualquier cajero quemado en tierras vascas. No se trata de un acto de sublimidad moral, sino de iniciativas políticas locales cuya efectividad depende de muchos factores, incluyendo la disposición de las víctimas de formas de violencia diferentes a sentarse en una mesa en la que puede haber personas de ideas opuestas. Ni que decir tiene, no revisten la grandilocuencia ni la vacuidad de la conclusión de Patria, pero quiero creer que serán más beneficiosas.

En cuanto a Patria, esperemos que el tiempo favorezca la aparición de análisis más sosegados y lúcidos que la mayoría de lo que hemos visto hasta ahora; o, si no es así, dejemos que acabe relegando al olvido a una novela que no merece otra cosa.

 

Nota: Pido perdón por haber traído a colación a Aristóteles, Molière, Racine, Dickens, Galdós, Tolstói, Unamuno, Orwell y Klemperer en una reseña de algo como Patria. En mi descargo sólo puedo alegar que otros empezaron antes.

 

[1] «La literatura, ¿sirve para algo?», http://www.vientosur.info/spip.php?article12381.

[2] Aparte de las que mencionamos aquí, son interesantes las de Jabo H. Pizarroso (http://www.criticoestado.es/la-literatura-de-la-patria-o-la-patria-de-la-literatura/) y, haciendo un guiño a Montesquieu («Si tuviese que decir algo sobre Patria, diría esto»), la de Helena Miguélez Carballeira https://postcolonialspain.wordpress.com/2017/04/25/sobre-patria/).

[3] http://lamedicinadetongoy.blogspot.fr/2016/12/patria-de-fernando-aramburu-una-critica.html

[4] Rafael Narbona, «Patria: Fernando Aramburu y la derrota literaria de ETA», Revista de Libros, 30-9-2016.

[5]Puede consultarse aquí la opinión de Belén Esteban, al fin y al cabo no muy diferente de tantas otras: http://blogs.elconfidencial.com/cultura/animales-de-compania/2017-05-05/belen-esteban-salvame-fernando-aramburu-patria-david-trueba_1377496/.

[6] Igualmente increíble es el empleo del término «banda» en un registro oral para calificar a ETA. Por lo menos, en el País Vasco.

[7]http://www.elasterisco.es/patria-la-novela-y-la-critica/

[8] «Patria: Fernando Aramburu y la derrota literaria de ETA», Revista de Libros, 30-9-2016.

[9] «Patria, de Fernando Aramburu», ABC, 18-3-2017.

[10] «Patria», El Cultural, 30-9-2016.

[11] http://elpais.com/elpais/2016/12/15/fotorrelato/1481819040_975161.html#1481819040_975161_1481819078.

[12] http://republicadelasletras.acescritores.com/2017/02/26/dibujo-una-sociedad-enferma-patria-fernando-aramburu/.

[13]http://www.clublibertaddigital.com/ideas/sala-lectura/2017-03-02/cayetano-gonzalez-patria-esto-es-lo-que-hay-81545/.

[14] «Para salir del país de los callados», La maleta de Portbou, nº 21, enero-febrero de 2017. Curiosamente, el apogeo de estas reseñas coincidió con una polémica por la intervención de la actriz Miren Gaztañaga en un programa de ETB sobre los prejuicios de algunos vascos sobre los españoles. Se ve que considerar «enfermos» a los vascos no tiene nada que ver con los prejuicios, sino con un diagnóstico científico muy sosegado.

[15] http://unlibroaldia.blogspot.com/2016/12/resena-y-contrarresena-patria-de.html

[16] http://lacontradejaen.com/patria-la-novela-emociono-spielberg/

[17]«Aramburu, autor de Patria: “Supongo que no fui de ETA porque aprendí a abrazar”». Puede leerse en: http://www.actuall.com/democracia/aramburu-autor-de-patria-supongo-que-no-fui-de-eta-porque-aprendi-a-abrazar/.

[18] http://blogs.diariovasco.com/eljukebox/2017/02/12/apatrida/. La entrevista de Rajoy se publicó el 2 de enero de 2017.

[19] Véanse las conclusiones preliminares del informe sobre violencia policial en los tres territorios de la comunidad autónoma vasca que ha publicado el Instituto Vasco de Criminología:

http://www.eitb.eus/multimedia/documentos/2016/06/27/1987310/Memoria%20Proyecto%20tortura%202016.pdf.

[20] Cf. Alberto Senante, «Guía básica de la tortura en España»: http://www.eldiario.es/amnistiaespana/Guia-basica-tortura-Espana_6_357724242.html.

[21]http://www.naiz.eus/eu/hemeroteca/gara/editions/2017-03-20/hemeroteca_articles/madrid-envio-en-2001-a-un-torturador-como-representante-ante-el-cpt.

[22] http://elpais.com/diario/1984/02/17/espana/445820403_850215.html

[23] «Patria, el incómodo espejo de Euskadi», 13-2-2017.

[24] Que, según Ignacio Echevarría, otorga una asociación, la AECL, «que no tiene sede conocida, ni siquiera cuenta con una página web, cuyos estatutos no pueden consultarse, como no puede consultarse tampoco la lista de sus miembros o qué requisitos hay que cumplir para formar parte de ella. Tampoco se sabe apenas nada de los mecanismos por los que se rige y conforme a los cuales concede su premio», («Crítica y consenso», El Cultural, 5-5-2017: http://www.elcultural.com/revista/opinion/Critica-y-consenso/39585).

[25] Idéntica formula ha utilizado César Coca: «fractura social creada por el terrorismo de ETA» (El Correo, 27-3-2017).

[26] Los disparos con pelotas de goma de la Guardia Civil causaron la muerte el 6 de febrero de 2014 de al menos quince inmigrantes que querían entrar en España a nado a través de la frontera ceutí. Que sea necesario escribir una nota a pie de página para recordar esto demuestra lo poco que se repudian cierto tipo de crímenes. Véase el documental Tarajal de Xapo Ortega y David Artigas.

[27] http://estaticos.elmundo.es/documentos/2017/04/04/manifiesto_ETA.pdf.

[28] http://iuisi.es/wp-content/uploads/2017/02/19070.pdf. Consúltense las páginas 105 a 107. La recensión, firmada por José María Blanco Navarro, director del «Centro de Análisis y Prospectiva de la Guardia Civil», debería hacer que todos aquellos que han escrito cosas tan parecidas a ésta se pararan a reflexionar por un momento en el porqué de esa semejanza.