Miradas, cuerpos y (hetero)normas en una unidad de Psiquiatría

 

Elena Vaquerizo Gómez

 

Soy una paciente reincidente en la unidad de agudos de Psiquiatría: he ingresado en tres ocasiones (una al año, desde el 2016). A diferencia del sentimiento de encarcelamiento de muchas otras “locas”, yo he disfrutado mucho cada estancia. A pesar de las particularidades propias de un espacio psiquiátrico, con sus prohibiciones, normas y dinámicas distintivas. Me fascina conocer la locura, aproximarme a “otras” diferentes y crear vínculos especiales, que únicamente pueden darse allí dentro. Sin perder su peculiaridad, las relaciones sociales se acaban normalizando. Descubres que la pretendida dicotomía locura-cordura se evapora y que en realidad existe un continuo. En el encierro surgen afectos, amistades, complicidades... Sí, nuestras relaciones allí dentro son humanas. Sí, aunque seamos percibidos desde fuera como zombis vagando por los pasillos.

Mis tres ingresos consecutivos me han permitido reflexionar sobre ciertos presupuestos ligados al sistema sexo-género que mantiene el personal sanitario. Presupuestos invisibles, implícitos, no registrados en ningún reglamento. Inactivos hasta que algún hecho los ponga en marcha, operando entonces como normas y modos de control de los pacientes.

Ya en mi primer ingreso me llamó la atención que un celador me llamara la atención por abrazar a uno de mis amigos. “Elena, eso no...”, acompañado de un gesto de negación. Me acerqué a él para pedirle explicaciones. Mi amigo tiene síntomas “psicóticos” y yo me llevaba bien con aquél celador. “¡Es que soy así!, abrazo a mis amigos y amigas”. Por lo visto, lo decía más bien por él que por mí. Que ya sabía que yo no... pero insinuó que tuviera cuidado. ¿Cuidado de qué? Era mi primera estancia psiquiátrica, yo estaba en mi mundo y no me detuve en lo ocurrido. Lo interpreté como un gesto paternalista y no le di más vueltas.

Fue en mi último ingreso cuando me percaté de la normativa implícita acerca de las relaciones entre pacientes. Un compañero y yo nos abrazamos, inocentemente y a la vista de cualquier profesional (¿por qué no?). Una enfermera nos hizo saber que “Eso aquí no...”. ¿Perdona? Esta vez no me pilló tan despistada. “¿No se puede abrazar a nadie?, ¿y cómo es que cuando me he dado besos y abrazos con Manuela no me habéis dicho nada?”. Se ve que esos gestos de afecto “no los habían visto”, pero de haberlo hecho “me habrían llamado la atención igualmente”. No... esta vez no cuela. Nos habían visto perfectamente. Pero su mirada heteronormativa únicamente reacciona ante afectos entre hombre y mujer. Los que deben controlar porque es peligroso que la relación vaya a más (lo cual sucedió, aunque es irrelevante). No sabían que tanto Manuela como yo somos bisexuales. No “ven” ni regañan abrazos entre personas del mismo sexo. Su esquema de percepción es heteronormativo, es decir, presuponen que la heterosexualidad es la norma y no interpretan sexualmente los gestos de afectos entre dos mujeres.

Siguiendo la misma lógica, las habitaciones son compartidas por personas del mismo sexo. La homosexualidad no parece existir. Manuela me confesó que en su primer ingreso una compañera, saltándose la prohibición de entrar en habitaciones ajenas, fue a su cama y le besó. Nadie lo vio, la vigilancia y el control de los afectos está mediado por sus presupuestos heteronormativos.

Ahora bien, el feminismo hace tiempo que reconoce perfectamente el funcionamiento del sistema sexo-género. La heterosexualidad no es el único elemento en juego. La dominación masculina (otras prefieren el término “patriarcado”) se basa una dicotomía entre “hombre” y “mujer”. Una dicotomía configurada por sexo biológico, género y orientación sexual y un imperativo de coherencia entre ellos. Así, la mujer biológica se identifica como tal, reproduce prácticas “femeninas” y es heterosexual. La misma coherencia debe darse en los varones. Esta dicotomía se naturaliza, ¡por eso las enfermeras no “ven” los afectos entre mujeres!. Y las personas incoherentes en alguno o todos los elementos de este esquema encarnan anomalías, frecuentemente estigmatizadas: homosexuales, transexuales, transgénero, intersexuales...

Imagino que existen locas transexuales. ¿Qué cama les corresponde?, ¿depende de si han realizado un proceso quirúrgico-hormonal transexualizador?, ¿del nombre que figure en su DNI?, ¿y con quiénes podrán abrazarse y con quiénes no? Son seres doblemente incómodos, por su locura y por su condición sexual y de género. Propongo interpretar esta incomodidad como una oportunidad para cuestionar los presupuestos dicotómicos en los que se basa el sistema sexo-género. Para abrir la puerta a un continuo.

Las dicotomías permean nuestros esquemas culturales, nuestro sentido común; naturaleza / sociedad, subjetividad / objetividad, cuerpo / mente, pasión / razón, concreción / abstracción... Por supuesto, hombre-mujer y cordura-locura. Resultan muy cómodas.... hasta que algo las violenta. Personas o modos de relación que no encajan, incomodan y la dinámica social tiende a expulsarlas, marginarlas, estigmatizarlas... Yo propongo lo contrario: ¿por qué no aprendemos a modificar nuestros esquemas culturales para manejarnos cómodamente con continuidades y transgredir las dicotomías que nos oprimen y encorsetan la diversidad?, ¿nos atrevemos?