El ecologismo como religión. O la sumisión como deber

La religión y la ecología tienen mucho en común. Las religiones se apoyan en un discurso, en un gran mito fundador, y lo mismo pasa con la ecología. El mito del Edén antediluviano se traslada a los fieles ecologistas en la concepción misma de la tierra como un Paraíso perdido. En ese cómico mesianismo, en el que la Naturaleza es elevada al rango de divinidad suprema, todo es equilibrio y perfección. A imagen de Dios, la fantasía del Planeta Azul recela de aquello que la humanidad no posee: la infinita perfección. Toda religión es una respuesta a la división del mundo en clases sociales: aspira a agrupar en torno a un Dios único una comunidad que no esté dividida por la explotación. Pero al pedir a cada uno que acepte la condición social que Dios nos habría asignado, reproduce el mundo tal como es, con sus clases, su Estado, su explotación. El ecologismo cae en la misma paradoja: su visión idealizada del mundo sin contaminación responde al deseo de una humanidad por fin reconciliada con la Tierra. Pero más en concreto su acción se articula en plena convivencia con el mundo del comercio y del dinero, es decir, del capitalismo, que es precisamente el responsable de las catástrofes que conocemos. Las grandes misas ecologistas en las que los poderosos de este mundo desfilan al lado de sus amigos verdes no tiene en absoluto el objetivo de que la humanidad pueda respirar sin peligro. Se reducen a fijar el precio del aire por medio de la compra-venta de derechos de emisión. “¿Quién ha pervertido este fabuloso Edén?” Es la pregunta que precede siempre a la aparición del mito complementario del Paraíso perdido: el pecado original. La fábula de Adán y Eva, con la serpiente y la manzana, es el punto de partida de una visión común de la ecología y la religión que sitúan al ser humano en una desobediencia culpable. Por un lado el pecador originario, por el otro el contaminador impenitente; ambos están en el origen de los horrores que vivimos actualmente. Tanto en la ecología como en la religión, es en el ser humano, y solo en él, donde hay que buscar al culpable. El pecado originario, es él. ¿Quién ha transformado este magnífico planeta en un inmenso vertedero? ¿Quién destruye día tras día la fantástica biodiversidad terrestre? El ser humano es malo por naturaleza y por instinto. Todo es apto para ser reciclado para el ecologismo, y hele aquí usando lo viejo para vender algo nuevo. La idea fundamental del capitalismo según la cual el hombre es un lobo para el hombre, se nos vuelve a servir con un envoltorio más verde, más sostenible, más eco-responsable. Desde siempre, las clases dominantes han coqueteado con fabulas naturalistas y de tipo Robinson Crusoe. La realidad social concreta, con seres humanos de carne y hueso, no encaja fácilmente con los discursos de los dueños del mundo. Las molestas figuras del esclavo y del explotador, son demasiado concretas para formar parte de la descripción ecológica del mundo. Por ello preferirán siempre las abstracciones como la del Hombre de derechos y obligaciones de 1789. Este hombre etéreo, abstracto, sin consistencia real, que vuelve a emerger con regularidad, este hombre tan perdido como Robinson Crusoe en su isla desierta, este hombre de derechos y obligaciones, bautizado con pomposidad como “ciudadano”, es el ídolo de la religión ecologista. Que puedan existir dos tipos de ciudadanos –aquel que es libre de vender su fuerza de trabajo y aquel que es libre de comprarla, aquel que es libre de toda propiedad y aquel que posee todo, en resumen, aquel que explota y aquel que es explotado– parece no entrar en la cabeza de nuestro Homo ecologicus posmoderno. Separar al ser humano de la sociedad, presentarlo como un ser irreal, es la única manera de eliminar de nuestro horizonte a opresores, explotadores y expropiadores. Pero también, fundamentalmente, es la forma de impedir el cuestionamiento de la relación social capitalista que hace que unos sean los dueños del mundo y otros sus esclavos. En este sueño en el que solo perduran los derechos y los deberes, la libertad de empresa y la igualdad de las mercancías, ya no hay clases, ni enfrentamientos, ni explotaciones. Solo reina la Santa Democracia, el paraíso de los ciudadanos libres e iguales. Todo sería perfecto para la religión ecologista si no existiese la actividad devastadora de la producción mercantil que, para conseguir nuevos beneficios, devora al conjunto de los humanos, los seres vivos, la Tierra y, en cuanto pueda, el Universo. El problema de la ecología está ahí. Quiere transformar al ser humano –o más bien, al fantasma que es el ser humano abstracto– y no las condiciones sociales en las que está insertado. Antes del Homo ecologicus moderno, el estalinismo también nos vendió la llegada a la Tierra de un hombre nuevo: el Homo sovieticus. Y entonces también se nos prometió el Paraíso igualitario, sin haber sin embargo abolido ninguna de las características del capitalismo: trabajo asalariado, clases sociales, Estado, dinero. Después de haber tomado prestado a la religión los mitos del paraíso perdido, del pecado originario y del hombre abstracto, los moralizadores verdes nos llevan a tragar con el elemento crucial del relato de sumisión de los seres humanos al mundo capitalista: la culpabilidad. Este sentimiento religioso por excelencia toma fuerza y se convierte en una realidad gracias al miedo engendrado por el discurso sobre el Apocalipsis. Discurso que se apoya en una constatación que cualquiera puede hacer: cada vez hay más CO2 en el aire. Y de ver cómo el GIEC (Grupo de Expertos Intergubernamentales sobre la Evolución del Clima), los gobiernos, las organizaciones no gubernamentales y toda clase de profetas, tanto de izquierdas como de derechas, bien apoyados por los medios de comunicación, anuncian el fin del mundo con sus trompetas. Con los ecologistas a la cabeza, todos estos imbéciles más o menos inspirados por la ciencia, pretenden alertarnos de lo que pasará en 50 o 100 años, cuando son incapaces de prever el tiempo que hará en un mes. La fascinación burguesa por los modelos informáticos y científicos dice mucho sobre su concepción del mundo. Para ellos, todo se resume en un problema de gestión al que basta con ajustar sus variables. Reducir el clima a un problema de temperatura y de CO2 es, por parte de los catastrofistas, una grosera farsa cibernética que nos hace olvidar que toda teoría científica responde antes que nada a las necesidades mercantiles y es resultado de la competencia capitalista. Aquel que paga es quien manda en este mundo. El mito de la ciencia desinteresada, independiente de las condiciones sociales que la producen, es, al igual que el hombre abstracto descrito anteriormente, una pura construcción mental. El GIEC es un buen ejemplo. Creado por la ONU, agrupa a los gobiernos de todo el mundo y a 2500 científicos seleccionados que obtienen sus ascensos académicos y las subvenciones para sus laboratorios demostrando lo que los poderosos quieren escuchar. Los científicos viven también en este planeta y comparten con el común de los mortales las ideologías dominantes. A cada cual su teoría, el mercado es libre. El anuncio del calentamiento global, como otras tantas catástrofes futuras promocionadas por la burguesía, no es al fin y al cabo más que otra cortina de humo ideológica. Es la manera habitual del capital de hacernos olvidar la realidad por una esfera etérea de ideas, de abstracciones. Los discursos destinados a aterrorizar tienen como objetivo paralizarnos frente a la inmensidad del desastre, pero sobre todo, hacernos olvidar que la degradación general de nuestras condiciones de existencia ya ha llegado. El desarrollo normal del capitalismo es, cada día, la destrucción de la vida. Por ejemplo, la industrialización de la producción de alimento en los años 1930 modificó las condiciones de vida de una forma inimaginable. Todo el planeta fue transfigurado. Desde entonces, la generalización de las prácticas del agronegocio (monocultivos, granjas, pesticidas intensivos, modificaciones genéticas…) se han acelerado y han acabado empobreciendo la biodiversidad del suelo, la fauna y la flora hasta un punto en que no se sabe si podrá recuperarse lo que se ha perdido. Solo estamos ahora en un momento concreto del cambio tremendo que la sociedad ha sufrido en las últimas décadas en todos sus ámbitos. El envase del yogur da varias veces la vuelta al mundo antes de aterrizar en nuestros frigoríficos. Y esto gracias a la revolución industrial que han conocido los transportes, transformando el conjunto del planeta en una inmensa fábrica-mundo, incrementando la circulación y la contaminación, ya que los fabricantes ya no almacenan casi nada, sino que producen un flujo continuo. Todo esto se obvia en la teoría del calentamiento global. Adiós a la relación social y bienvenidas las teorías científicas, el miedo, la temperatura que sube y sube…, los polos que se derriten…, inexorablemente. La religión ecológica centra nuestra atención en un futuro catastrófico para disimular los problemas inmediatos, concretos, ampliamente actuales de un capitalismo cada vez más nocivo y asesino. Limitémonos en pensar en los medios para bajar la temperatura del planeta o para producir menos CO2 y residuos, pero sobre todo no vayamos a la raíz del problema. La respuesta de los expertos y otros políticos puede centrarse entonces en soluciones que van todas en el mismo sentido: una mercantilización creciente del mundo, una miseria que se agranda para los condenados de la tierra que somos, un aumento de los beneficios para aquellos que nos explotan. El problema no es comprender lo que, en la relación social, provoca que haya un abismo entre la vida de una minoría que posee todo y la de una mayoría desprovista de todo. La cuestión ahora ni siquiera es “¿Por qué el mundo va tan mal?”. Todo se centra en la manera en que “nosotros” –seres abstractos, ciudadanos de la gran familia democrática– vamos a reducir el CO2, ahorrar energía, agua, generalizar el coche eléctrico, la bicicleta, la eólica y desarrollar la nuclear de cuarta generación, los transgénicos… como nuevos motores del crecimiento económico. La solución es evidente. Aceptemos, en nuestra “pequeña” esfera la ideología de los pequeños gestos por el planeta, que el Estado nos pide que acometamos día a día. Aceptemos, como siempre, la colaboración con el mundo del dinero. En resumen, más de lo mismo, pero inserto en un discurso que viene a decir: “obedeciendo a nuestras consignas, a nuestras órdenes ecológicas, obedeciendo al orden mercantil, obedeciendo… salvarás el planeta.” ¡Amén! Pequeño ser humano abstracto, si ahora te sientes responsable de la situación actual, es que el Estado ha conseguido lo que quería. La culpa y el miedo tienen la función de rendirnos a la servidumbre, ayer para salvar nuestra alma imaginaria, hoy para salvar un sagrado planeta igual de irreal. No podía faltar en este divino cuadro la llegada del Salvador. He aquí, frente a nosotros, que violamos cotidianamente la bella Gaia por no reciclar, cómo el culto ecológico despliega la alfombra roja e introduce al actor sagrado de nuestra domesticación: el Estado, el brazo secular de todas las religiones. Apoyado por una corte de científicos, el Estado es el único habilitado para resolver la “crisis ecológica”. Los viejos conflictos históricos como la lucha de clases no tienen ya razón de ser. La salvación de la especie humana y de la Tierra, imperativo supremo, solo puede tener lugar si se acomete la domesticación definitiva de este proletariado que tantos quebraderos de cabeza da. Los eco-evangelistas acompañan al Estado en la escritura de las nuevas tablas de la ley. Nuevos Mandamientos que obligan a cada uno a adoptar comportamientos eco-responsables y eco-compatibles, bajo pena de sesiones de exorcismo que vuelvan a poner a los disidentes en el camino recto. Formadas por los mejores policías-monjes del ecologismo, ¡las brigadas verdes te saludan! Se encargan de juzgar tu comportamiento en nombre de la moral ecológica y de su religión. Miran con lupa tu cotidianidad para ver si respetas correctamente las nuevas normas. ¡Mejor que la inquisición! Una verdadera cultura de la vigilancia que nos transforma a cada uno en un policía al servicio del estalinismo verde. Nuestros hijos, fichados en el colegio en las “Juventudes verdes”, se alegran de poder denunciar a los padres que no reciclan adecuadamente sus miserables residuos. El Estado 2.0 ha llegado. Verde e informatizado, posmoderno a voluntad. Se ha hablado mucho del fraude de Volkswagen que ha manipulado los test de emisiones de sus coches. Pero este “fraude” está completamente institucionalizado. Fabricantes de coches, lobbies políticos, responsables de los controles, todos saben que los test de emisiones de CO2 puestos en marcha en los últimos años por el pretexto ecológico, son mucho más favorables a los capitalistas que antes. Peor aún, cuanto más grande es la presión ecológica, más aumenta la trampa. Así, la diferencia entre la “eficiencia” de un coche en un test estándar y la realidad, que era del 8% en 2001, es hoy en día del… 40% (Le Monde, 23/09/2015). El imaginario ecológico anuncia con ganas el fin del mundo, pero nunca el fin del capitalismo. Y sin embargo, lo que el ser humano ha hecho, lo puede deshacer. Lo que los creyentes ecologistas no asimilan, es que el ser humano al que no paran de referirse, es solo una abstracción; mientras que el ser humano real tiene una particularidad que son incapaces de ver. ¿Su bicefalia? No. ¿Su capacidad de pensar? No realmente. Lo que le caracteriza es su capacidad para transformar el mundo y a sí mismo en un mismo movimiento. No hay ni fatalidad, ni naturaleza humana definida para siempre. “El ser humano es la naturaleza que toma conciencia de sí misma” recordaba Elisée Reclus. Ahora bien, es evidente que el cambio de la relación ser humano/naturaleza solo podrá llegar una vez resueltos las relaciones que los seres humanos mantienen entre ellos. Deshacerse del capitalismo como relación social que determina nuestras existencias es la única manera de solucionar la destrucción en curso de la vida. Texto encontrado en el periódico "Les Habitants de la Lune". Diciembre 2015 leshabitantsdelalune@yahoo.fr