Exterioridades y exterioricidio en Santander (2ºparte)

Antes de empezar esta parte, añadimos el enlace de la primera parte cuya autoría lleva el nombre de Vicente Gutiérrez Escudero;

http://www.briega.org/es/opinion/exterioricidio-santander

[El sábado 18 de noviembre de 2017 tuvo lugar en la librería Traficantes de sueños de Madrid una jornada organizada por el Grupo surrealista de Madrid que llevaba el título de Pensar, experimentar la exterioridad. La jornada consistió en una serie de charlas impartidas por José Manuel Rojo, Jesús García Rodríguez, Vicente Gutiérrez Escudero, Noé Ortega y Eugenio Castro. El texto que sigue a continuación se corresponde con la titulada Exterioricidio en Santander de Vicente Gutiérrez Escudero. Forma parte, además, del libro editado en abril de 2018 titulado Pensar, experimentar la exterioridad (Ed. La Torre Magnética, col. Enciclopedia de lo maravilloso, Madrid, pp. 51-67) y que recoge todas esas charlas y las intervenciones posteriores del público]

 

Parte II. Exterioridades

Noé Ortega

 

Para comenzar, me gustaría introducir dos matices para enmarcar adecuadamente mi intervención con respecto a la de Vicente Gutiérrez Escudero que la precede.

 

Lo primero que quiero señalar es que, al igual que en su caso, mi primer contacto con lo que aquí denominamos exterioridad se produjo durante la infancia. Sin embargo, mi experiencia no tuvo lugar en la ciudad, sino afuera, invariablemente fuera de los límites de la ciudad. Concretamente en un área rural de Cantabria a la que estoy ligado por motivos familiares y a donde huíamos prácticamente todos los fines de semana y vacaciones durante mi niñez y adolescencia. Es un pueblo pequeñísimo, donde probablemente no vivían más de 40 personas, y en cuyos alrededores hay parajes naturales en los que acumulé un fondo de experiencias sensibles que describo en «La tierra imantada». Este texto forma parte de «Crisis de la exterioridad»1, un libro colectivo que recoge el primer trabajo de exploración de la exterioridad llevado a cabo por el Grupo surrealista de Madrid y que constituye el precedente más claro de la presente jornada.

 

Por otro lado, Vicente ha relatado cómo el urbanismo exterioricida ha sitiado la Vaguada de las Llamas y está haciendo desaparecer progresivamente ese paraíso de su infancia. La segunda puntualización que considero necesario hacer es que, por el contrario, los lugares donde yo descubrí la exterioridad de un modo muy primigenio siguen prácticamente iguales, y el que ha desaparecido de allí soy yo. Por este motivo, puedo decir que toda mi experiencia posterior de la exterioridad se produce bajo el signo de una fuerte nostalgia, o por el sentimiento de ausencia de un lugar que sigue ahí fuera y del que soy yo quien está ausente.

 

Una vez dicho esto, quisiera aclarar que esta intervención se va a ceñir a experiencias que han tenido lugar dentro de la ciudad, y más concretamente en Santander2. Mi intención es que lo que voy a relatar sirva para establecer puntos de anclaje entre la vertiente teórica y crítica que se ha desarrollado en las contribuciones precedentes y la experiencia inicial que la funda y la motiva, ahondando en esta última.

 

Comenzaré muy cerca de la Vaguada de las Llamas, en un barrio conocido como La Gándara. Está situado en la ladera norte que cae desde El Alta —renombrada por el régimen como General Dávila— hacia la Vaguada. Durante casi cuatro años atravesé La Gándara diariamente, ya que trabajaba en uno de los edificios que rodean la Vaguada, y de hecho la veía desde la ventana. Como tantos otros barrios de esa zona, está conformado por bloques de viviendas de protección oficial construidos durante el franquismo, entre los cuales quedan numerosas plazas de hormigón yermas. Desde que empecé a atravesarlo me pareció un barrio tremendamente árido, gris, y triste.

 

Sin embargo, una mañana de la primavera de 2012 me percaté de un detalle en la fachada de un edificio que atrajo de inmediato mi atención. Se trataba de unos peces de piedra situados entre cada piso a modo de elemento decorativo, dispuestos verticalmente en hilera. Estaban tallados de forma simplificada, con un perfil sencillo, sobre un cuadro de piedra más clara que el resto de la fachada. Había un total de cuatro peces, y lo que más me sorprendió fue el hecho de que los dos primeros se habían desprendido, quedando únicamente su silueta sobre la piel de la piedra e incluso lo que parecía la marca de las escamas, mientras que los otros dos peces permanecían en la mitad superior de la fachada. En medio de la desolación circundante, me pareció un elemento de una belleza conmovedora. Incluso sentí que su presencia era capaz de extender un cierto flujo poético a su alrededor.

 

 

Este hallazgo marcó profundamente mi visión del barrio. Rápidamente interpreté estos peces como lo que me parece que son: fósiles en la piedra, fósiles enigmáticos en el corazón del barrio, como la huella de los bivalvos o los trilobites en las rocas. Y lo que hicieron estos peces petrificados fue revelarme lo que interpreté como el verdadero origen primigenio del lugar, haciéndome concebir La Gándara como un barrio que antiguamente estuvo sumergido bajo las aguas del mar. Así, este brote de lo maravilloso en mi vida cotidiana produjo una fisura que reveló la presencia latente de la exterioridad en el barrio, ya que emergió lo que para mí se convirtió en el verdadero pasado del lugar. Un pasado sepultado bajo el asfalto y los edificios actuales, y que de esta forma empezó a reverberar en el presente.

 

Esta sola idea bastó para redimensionar completamente el barrio. A partir de ahí me sumí en un estado en cierta medida delirante en el que se desencadenaron los hallazgos. El primero de ellos llegó en forma de un ancla de cartón que vi apoyada sobre un contenedor cercano al edificio de los peces. Poco después vi una toalla con un jaspeado de leopardo tendida en una ventana, que identifiqué con el dorso de una raya. Los arbustos evocaban arrecifes de coral sobre el lecho marino. La propia orografía revelaba simas y dorsales oceánicas ancestrales. Todo era una confirmación delirantemente reencantatoria de que hubo un tiempo ignoto en que La Gándara estuvo sumergida.

 

Pero todo esto se materializó de un modo mucho más revelador. La víspera del 20 de julio había soplado un fuerte viento, por lo que la calle estaba sumida en un desorden muy agradable. De regreso a casa vi un papel sobre uno de los peldaños, y al recogerlo me di cuenta de que había dos peces dibujados de forma torpe y esquemática ―probablemente por un niño― y entre ambos, lo que parecían dos burbujas. Al dar la vuelta al papel encontré un dibujo idéntico. Dos peces en el anverso y dos en el reverso del papel. En esa misma calle, un poco más arriba, dos peces en relieve sobre la piedra y dos de los que sólo permanece la silueta.

 

 

Ese mismo día hice partícipe del hallazgo a mi compañera Alba Pascual, que durante esas fechas también pasaba a diario por el barrio. Un mes después, el 21 de agosto, me mostró con total naturalidad un papel que había encontrado en el suelo esa misma mañana. En él aparecían de nuevo dos peces iguales en cada lado del papel. Dos peces y dos burbujas. La comparación con el primer papel encontrado no dejaba lugar a dudas: ambos dibujos habían sido realizados por la misma mano. Solamente los separaba un mes y apenas unas calles.

 

Durante casi tres meses, hasta el 10 de octubre, ella encontró nuevos papeles idénticamente dibujados hasta en seis ocasiones diferentes en diversos lugares a lo largo y ancho del barrio. El mar de lo maravilloso cotidiano cubrió La Gándara, y los peces desprendidos de la piedra nadaron libremente por las calles de este antiguo barrio sumergido. Esto muestra una vez más que cuando lo imaginario interviene en el terreno de lo común y se colectiviza, la realidad se abre en canal y se manifiesta con una exuberancia poética arrebatadora.

 

Después del 10 de octubre aún hubo nuevos indicios que desvelaron reminiscencias de un pasado bajo el mar. Semanas después encontré una sábana blanca sobre la que había ánforas, copas y platos ornamentados dibujados en azul sobre un motivo de signos acuáticos y burbujas, siguiendo el típico estilo decorativo griego. Vasijas sobre el fondo oceánico. Los restos de los navíos que naufragaron en estas aguas en tiempos inmemoriales.

 

Finalmente, en septiembre de 2013, caminaba por una calle de este barrio bajo un fuerte temporal cuando encontré un papel mojado. Lo primero que leí al recogerlo fue «curvas climáticas del Cuaternario obtenidas en las extracciones oceánicas». Al desplegar la hoja, encontré la serie completa de las variaciones del clima desde hace aproximadamente un millón de años, junto a la cronología de las edades geológicas. Al pie del papel, una sola leyenda: «Antes del presente».

 

Además de los hallazgos que acabo de referir, durante las mismas fechas me crucé varias veces con un pez blanco que deambulaba sobre el asfalto, y que venía a formar parte de la misma fauna oceánica que el resto de peces. No es el único animal que he visto en el barrio. En el extremo oeste de La Gándara encontré la morada del Pájaro Llama, el ave de colores brillantes que alza el vuelo desde el asfalto dejando tras de sí una estela de fuego. Encontré este animal una de las primeras veces que recorrí este barrio, y con el paso del tiempo llegó a convertirse en un poderoso emblema en mi vida cotidiana. Porque a menudo, al ver al Pájaro Llama, pensaba que este brote de lo maravilloso en medio de la rutina había surgido allí para aportar algo de su luz a mis días, y para acercarme su encendida promesa de libertad. Para prender la llama de la verdadera vida. Esto constituye también un foco de resistencia, y ahí radica gran parte de su valor.

 

 

Considero que este tipo de fauna maravillosa responde a una necesidad inconsciente de lo salvaje. Al menos así lo interpreto, y de hecho considero la aparición de estas criaturas fabulosas como una erupción que proviene de la misma tierra que está sepultada por el asfalto, y que produce un resurgimiento atávico de la fauna que regresa para repoblar las calles de la ciudad de aullidos, de pisadas, y de ojos que brillan en la oscuridad.

 

En la primera parte, Vicente Gutiérrez Escudero se ha referido a la presencia de animales en la Vaguada. Como en otros muchos lugares y ciudades, dicha presencia ha desaparecido casi por completo. En este sentido, no me parece exagerado decir que la aparición de este tipo de bestiarios imaginarios, cuya conformación caprichosa depende de la experiencia de cada cual, forma parte de todo un movimiento de mareas en el terreno de lo inconsciente que necesita restablecer el cordón umbilical que nos une a lo salvaje, a lo totémico, a lo animal que tememos y veneramos al mismo tiempo con las pupilas dilatadas.

 

A diferencia de los animales salvajes, este tipo de seres maravillosos se presenta a menudo como una unificación entre la fauna y los elementos, y pienso que esta característica es de hecho uno de sus principales rasgos definitorios. El pájaro y el fuego, el pez y la piedra, ya no son animales sino verdaderas potencias telúricas, al igual que la serpiente emplumada que encarna al viento o que la salamandra que conoce el secreto del fuego.

 

 

En ocasiones estos animales se agrupan en ciertos lugares privilegiados de la ciudad, del mismo modo que lo hacen en los valles fluviales o en las profundidades del bosque. Así sucedió con una congregación de animales fabulosos que aparecieron juntos, y que unidos al resto podrían configurar por sí solos un bestiario maravilloso. Me limito a mostrar en toda su exuberancia a estas sombras que bailan entre los humedales.

 

A continuación, vamos a desplazarnos desde el centro hacia los barrios periféricos, y en concreto hasta Cazoña, el barrio donde crecí. Se trata de un área con más zonas verdes y con una mayor presencia de vegetación que en el centro de la ciudad. Precisamente aquí experimenté lo que recuerdo como una de mis primeras experiencias poéticas percibida como tal, y desde luego la que supuso mi primer contacto con lo maravilloso. Se trataba de un abedul en cuyo tronco habían aparecido varios ojos. Era tal su realismo que parecía como si alguien los hubiera dibujado sobre la corteza blanquecina, pero al acercarme me di cuenta de que se debían a deformaciones naturales. A lo largo de la calle había varios árboles en los que sucedía lo mismo.

 

 

Poco después de haber descubierto estos ojos, el urbanismo exterioricida comenzó a realizar obras en la zona, para construir entre otras cosas una carretera que ha terminado por crear una frontera artificial entre la ciudad y Cazoña y los barrios más allá de éste, aislándolos cuando antes estaban plenamente integrados. De hecho, entre otras cosas existía en este barrio una fuente denominada la Fuente de la Salud, a la que los habitantes de Santander acudían antaño a recoger agua. A pesar de varios años de obras y de la presencia amenazante de la maquinaria pesada, estos árboles han terminado sobreviviendo contra todo pronóstico, y en la actualidad permanecen allí, erigiendo sus ojos en medio de un pequeño brote de tierra sitiado por carreteras.

 

Esta flora maravillosa conforma, junto a la fauna a la que me referí antes, una presencia de exterioridad sublimada en el seno de la ciudad. Para mí es tal la potencia evocadora de estos árboles, que en un momento dado tomé la determinación de coger una hoja del abedul que tiene el ojo en la corteza y dormir con ella bajo la almohada. Se trataba de experimentar y comprobar en qué medida la hoja y la savia de un ente que vehiculaba para mí tanta carga de poesía podía influir en mi vida onírica. Dormí con ella durante dos semanas en diciembre de 2006, exactamente entre la luna llena y la luna nueva. Lo más curioso es que unos días después iba paseando de noche con dos amigos que habían aparecido en uno de los sueños de aquellos días, y vi algo que llamó poderosamente mi atención. Se trataba de la marca de una hoja en el suelo. Una hoja de magnolio impresa en el asfalto, que cayó allí en ese periodo de tiempo en que el cemento, al igual que el magma, pasa lentamente de arder a enfriarse en un largo letargo de frío. Una hoja marcada en la ciudad, como el fósil del sueño.

 

 

Hay otro aspecto que me parece esencial en la experiencia de la exterioridad en la ciudad, y que ha mencionado Jesús García Rodríguez en «Exterioridad y ecologismo». Se trata de los fenómenos climatológicos. Y me parece esencial porque constituyen una manifestación poderosa y vehemente de la naturaleza, que invade y azota la ciudad para reclamar lo que es suyo. Un ejemplo paradigmático son las tormentas de arena en el norte de África, durante las cuales el desierto penetra la ciudad e incluso llega a inundar de arena el interior de las casas. Algunos ejemplos más cercanos son las tormentas eléctricas y su capacidad de producir grandes apagones, las inundaciones, o las feroces galernas del norte.

 

A pesar de que no voy a entrar en profundidad en este aspecto por razones de extensión, no me resisto a mencionar los grandes vendavales. Y lo hago precisamente en relación a la flora, ya que opino que la vegetación es la que más amplifica el efecto de estos fenómenos climatológicos en la ciudad. Algo que siempre me ha llamado la atención es que en cuanto remiten este tipo de fenómenos, el enjambre de máquinas de limpieza urbana se pone inmediatamente a trabajar de forma frenética para hacer desaparecer todo rastro del vendaval. Actúan como si la huella de su devastación fuese algo inconcebible, la prueba que amenaza la supremacía incontestable de la ciudad y que por lo tanto debe eliminarse cuanto antes.

 

Todo lo relatado hasta ahora ha tenido lugar dentro de la ciudad, y es una muestra de cómo ciertas experiencias, hallazgos y fenómenos pueden abrir grietas por las que la exterioridad se infiltra en la ciudad. Sin embargo, en el Grupo surrealista de Madrid nos hemos interrogado a menudo sobre la posibilidad de salir de la ciudad si es que esto es posible y, complementariamente, sobre dónde se encuentra para nosotros el fin de la ciudad aunque dicho lugar quizá no lo sea de un modo objetivo3.

 

En este contexto, me he interesado por explorar el modo de dirigirme hacia afuera desde las inmediaciones de mi barrio. Para hacerlo, hay que atravesar Campogiro, un pequeño barrio que me fascina especialmente debido sobre todo a una serie de edificios y fábricas abandonados rodeados por un descampado y un muro en estado ruinoso. En este lugar es donde voy a terminar este recorrido por Santander. Allí se encuentra precisamente la última parada de tren de la ciudad. Paradójicamente, el acceso al andén es tortuoso, ya que la única forma de llegar es atravesando unos quince metros de descampado donde no hay camino, sino solamente guijarros, botellas rotas y ortigas, hasta alcanzar el pie de las escaleras que suben a la tejavana mínima que hace las veces de estación.

 

A un lado de la vía se extiende la parte abandonada del polígono, y más allá la ciudad. Sólo queda en pie la fachada de estas ruinas industriales. Junto a una de las fábricas hay una casa que también parece estar abandonada. Hacia el otro lado se abre una extensión de hierba muy alta, juncos, y algunos lodazales. Los caballos pacen en lo alto de la loma. El cielo aparece en toda su amplitud y las aves alzan el vuelo en direcciones enigmáticas. La calma allí es total. El rumor de la ciudad queda atrás, muy lejano, y es sustituido por un constante fluir de gritos de gaviotas, cantos de pájaros, y sonidos de cigarras. Para mí este lugar constituye el fin de la ciudad, aunque sepa que más allá hay otros municipios y polígonos que amputan la naturaleza que se empieza a adivinar aquí.

 

La última vez que me dirigí a este lugar fue a mediodía. Aquella visita me hizo tomar consciencia de un aspecto que considero nuclear en la experiencia de la exterioridad, y es la suspensión interior absoluta. Me refiero a una suspensión de la comprensión, del lenguaje, del sentido. Es un estado ya no racional o irracional, sino que podría denominarse arracional, previo a todo lo que se puede desencadenar después. Hay una aprehensión mínima de la experiencia, en un estado muy primario e informe análogo quizá a la argamasa. Y dicha suspensión va acompañada de una fuerte sensación de ser absorbido y anulado por el lugar. Como si no fuese uno quien trata de observar o de comprender el lugar, sino que fuese el lugar el que le está escudriñando a uno, el que nos desmenuza y nos observa para comprendernos a nosotros. Se trata de una sensación de alteridad muy marcada.

 

Para terminar, me limitaré a relatar lo que escribí con posterioridad a mi última incursión en este lugar:

 

«Al llegar observo que hay un viejo sendero rodeado de vegetación y de juncos donde termina el descampado y comienza propiamente la extensión de hierba. Un sendero que avanza hacia el fin de la ciudad, adentrándose en la espesura. Me decido a recorrerlo. A medida que avanzo la tierra del suelo está cada vez más cubierta de hierba, como si a cada paso el sendero hubiera ido dejando de ser pisado. La vegetación de los lados alcanza cada vez más altura y se va cerrando más sobre el camino. Finalmente, me resulta imposible continuar. La espesura se ha tragado el sendero. Intento seguir hacia delante a pesar de todo, tratando de aplastar poco a poco la hierba y los juncos. Resulta inútil.

 

Permanezco allí, frente al fin del sendero. El calor resulta agobiante, cosa extraña en esta época del año. El sol golpea de lleno. Las águilas vuelan en círculo sobre las vías. La intensa luz llena el aire de una espuma sedosa, de un velo de humedad. A lo lejos, en lo alto de una colina, un gran edificio vacío domina el terreno. Parece una vieja central de estabulación, ahora en estado ruinoso. Es en ese momento, con la visión de los muros vacíos sobre una extensión yerma de hierba y lodazales, cuando me encuentro más desorientado y confuso. Tengo la impresión de encontrarme en un lugar desconocido. Me parece estar contemplando un momento futuro en que sólo quedan los restos de una civilización devastada, atravesados por una marea de sonidos de pájaros e insectos.

 

Veo en el suelo la concha de un caracol muerto, completamente blanca, quemada por la luz. Alrededor, un sinfín de caracoles igualmente calcinados. El rumor del viento en los juncos se va agigantando en mis oídos, penetrándome, sumiéndome en él. Los trenes pasan como fantasmas, sin recoger a nadie, sin llevar a nadie, ante un escenario de factorías abandonadas. La desolación vislumbrada en el cielo de los ojos. El sol letal que abrasa, que consume el agua. El sol que sólo desea otro caracol calcinado. Pozo de luz. Árbol de la evaporación.

 

Caracol: espiral. El fin de la ciudad. El fin.»

1 VV.AA., «Crisis de la exterioridad. Crítica del encierro industrial y elogio de las afueras» Enclave de Libros y Grupo surrealista de Madrid, Madrid, 2012. Gran parte de los textos que conforman este volumen habían sido publicados previamente en lengua inglesa en el libro «The exteriority crisis. From the city limits and beyond», Oyster Moon Press, Berkeley, 2008.

2 La parte inicial de esta intervención proviene del texto «La Gándara, barrio sumergido», Salamandra nº 21-22, Madrid, 2015, sobre el que he añadido algunas breves consideraciones para resaltar la ligazón entre lo maravilloso y la exterioridad tal y como los experimenté en este barrio. El descubrimiento del ojo en la corteza del abedul se publicó en «El frágil tejido de la realidad», Anémona nº 0, Santander, 2005. La parte final es un extracto de «El fin de la ciudad», Caravansari nº 5, Santa Coloma de Gramenet, 2014. El resto de materiales se publican aquí por vez primera.

3 En especial, estos aspectos han sido respectivamente abordados en «La ciudad extramuros», de Julio Monteverde, y «Finis urbis», de José Manuel Rojo, ambos incluidos en el volumen «Crisis de la exterioridad», op. cit.